viernes, 10 de mayo de 2013

Carta 9


Cartas en Montreal IX

QUE TRATA DE CÓMO AGAPO BUENDÍA SE DEBILITA AL ESTAR CON GENTE Y DENTRO DEL FESTEJO DEL DÍA DE INDEPENDENCIA DE CANADÁ, DESCUBRE SU ANTIGUO Y RUSO ABOLENGO.

Qué importante es mi cuarto. La privacidad que me brinda es lo más valioso que tengo en Canadá. Implica intimidad, soledad, silencio. Libertad. Me comienza a asustar un poco el pronto hartazgo que me produce la compañía de otras personas, pues en este viaje me estoy acostumbrando a la soledad. Pero más que un ermitaño sin solución, soy un seleccionador de compañías (o un estirado mamón, es igual) En mi ciudad, con mi gente, siempre estoy rodeado de personas a quien quiero, pero inminentemente buscaré un prolongado rato para mi y mis pensamientos y lecturas y nada más. De hecho, aunque llevo poco aquí, ya extraño a mis amigos y familia. Quizá pronto llame a Torreón a ver qué. ¿Me extrañarán? ¿Hablarán de mi? ¿Es un alivio mi ausencia? Méndigos.

Hay otro tipo de personas que, sin quererlo y con toda la buena intención, me invaden. Donde más pronto de lo normal me siento asfixiado y me quitan fuerza. Igor es la máxima representación de eso. Él quiere mi amistad y yo le rehuyo porque su demanda de conversación e interés es demasiado para mi, que soy un simple y solitario poeta.

Ha llegado a la casa del Big Jean en lugar del brasileño que despedimos el sábado, un tipo de Monterrey llamado Gabriel (insisto que en Montreal todo mundo es mexicano). Yo iba saliendo rumbo al Downtown con toda alegría, pero Mr Jean me detuvo diciéndome que al último que llegó, le toca recibir al nuevo, de modo que me entretuve más de una hora en darle la bienvenida a la casa, explicarle las reglas, los horarios de comida, en dónde quedan las cosas, qué si se puede hacer, qué no, el uso del internet, de la lavadora, los platos, etc… Nada me hubiera costado invitarlo a pasear por la ciudad y también explicarle el sistema del metro y los camiones que se pueden tomar para llegar a la casa, la Academia o tal o cual lugar, pero no, yo quería estar solo, ya me había mentalizado y nada me entusiasmaba más que salir sin dirección por el viejo Montreal y caminar libremente. Cuando he viajado en grupo y la mayoría decide cierto camino que yo no deseo tomar, la sensación de sentirme atrapado aparece y tarde o temprano me quedo atrás en el camino, me pierdo medio adrede y vuelvo a mi adorada libertad.

Llevé a Gabriel al cuarto de la tele en donde estaban los demás, que echados en los sillones sin recato alguno discutían su aburrimiento. Planeaban qué hacer sin realmente querer hacer nada y se echaban la culpa unos a otros por no decidirse. Hasta antes de la intervención de Mr. Jean, yo tenía planeado ir al Museo de las Artes, pero no lo mencioné. Sólo escuché las diferentes ideas, su desesperante indecisión y muy pronto salí de la casa sin decir adiós. Tomé el camión, después el metro y arribé al bellísimo viejo Montreal. Caminé hacia donde el mapa me indicaba y finalmente arribé al Museo que, dicho sea de paso, me decepcionó. Tenía gran interés por conocer las pinturas que de Pablo El Veronés y de Raphael anunciaban en el folleto, pero sólo exhibían una pintura de cada uno. Lo demás era arte moderno canadiense que me interesa, pero no le sé y poco me comunica.

Sigo con mis meditaciones, hablando de mis hermanos y su inactividad: me desespera que la gente se aburra. Yo a veces me siento solo. Otras, triste. Frecuentemente melancólico y nostálgico, pero aburrido no. La literatura es un mundo tan vasto y rico que no permite ese sentimiento. Sé lo que me divierte y lo que me gusta, son cosas tan sencillas que están tan a mi alcance que hace mucho no me siento realmente aburrido. Cansado, sí. Desesperado, sí. Inquieto, más. Pero no aburrido.

La compañía femenina es la mayor de las delicias. En cualquier sentido es lo que más disfruto. Estando con una mujer para mi gusto atractiva, la conversación fluye magistralmente y no hay cabida para el aburrimiento. Encuentro a la mujer encantadora. Creo que siempre la disfrutaré. Si es época de sequía y no hay tan bella compañía a mi lado, escribo o leo o camino. Entro al cine. Visito tiendas de música, posters y películas. Curioseo. Conozco iglesias y lugares históricos. Busco lugares de descanso con vistas paisajistas. Pero estar sentado frente a un televisor, esperando, eso no. Cambiando y cambiando de canal a ver qué pasan por fin de entretenido, no. Depender de otros para que te entretengan, diviertan y hagan planes para ti, menos. Permanecer pasivo y sin la valiosa iniciativa de la constante búsqueda por el conocimiento, eso jamás lo haré. Y hoy, entre once personas a ninguno en la casa se le ocurrió nada para pasarla bien en un día festivo en Canadá. Todos dependiendo de todos y ninguno sin nada qué aportar.

Por la noche, Mr. Jean nos invitó al festejo de la Independencia canadiense en el viejo puerto. Sólo fuimos Veder (Siria), Miguel (Manzanillo) y yo. Hubo gente con banderas rojiblancas, hojas de maple, festejos, fuegos artificiales, música de todo tipo y un ambiente de convivencia por las calles. Estuvo bien. Uno está acostumbrado al pachangón de nuestra fiesta de Independencia, de gritos, tequilla, baile y comilonga, pero en Canadá uno debe ser más mesurado. Miguel me contó que se levanta a las 5 de la mañana todos los días y lava un promedio de 90 carros por turno, trabajando diez horas. Me invitó a trabajar con él, emocionado y argumentando que se gana bastante bien, sobretodo con las propinas, pero yo soy muy débil para esos trabajos. Al tercer día moriría. Le expliqué que en mi vida pasada pertenecí a la aristocracia rusa y que todavía tengo ciertas mañas de burgués. Noté su decepción y ahora platicó más con Veder que conmigo.

La pasé bastante bien con ellos, pero en el camino de regreso ya no daba más. Mi paciencia se había agotado y ya no quería hablar ni sonreír. No es contra ellos, a quienes realmente aprecio, simplemente mi cerebro ya no trabajaba. Ya no quería traducir (cuando entre nosotros, tanto en la casa como en la Academia, hay alguein que no hable en español, en este caso Veder, la conversación forzosamente y por educación debe de ser en inglés o en francés, según lo que todos dominen), mi boca ya no quería hablar y simplemente no quería seguir conversando. Perdona mi abolengo, Miguel.

Llegué a mi casa, entré a hurtadillas para no tener qué saludar al hijo de Mr Jean ni a su esposa, abrí la ventana, puse música clásica, tomé este cuaderno y como si esto fuera un cuarto lleno de oxígeno, me puse a escribirte, a ti, que todo me crees.


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