Cartas en Montreal IX
QUE
TRATA DE CÓMO AGAPO BUENDÍA SE DEBILITA AL ESTAR CON GENTE Y DENTRO DEL FESTEJO
DEL DÍA DE INDEPENDENCIA DE CANADÁ, DESCUBRE SU ANTIGUO Y RUSO ABOLENGO.
Qué importante
es mi cuarto. La privacidad que me brinda es lo más valioso que tengo en
Canadá. Implica intimidad, soledad, silencio. Libertad. Me comienza a asustar
un poco el pronto hartazgo que me produce la compañía de otras personas, pues
en este viaje me estoy acostumbrando a la soledad. Pero más que un ermitaño sin
solución, soy un seleccionador de compañías (o un estirado mamón, es igual) En
mi ciudad, con mi gente, siempre estoy rodeado de personas a quien quiero, pero
inminentemente buscaré un prolongado rato para mi y mis pensamientos y lecturas
y nada más. De hecho, aunque llevo poco aquí, ya extraño a mis amigos y familia.
Quizá pronto llame a Torreón a ver qué. ¿Me extrañarán? ¿Hablarán de mi? ¿Es un
alivio mi ausencia? Méndigos.
Hay otro tipo
de personas que, sin quererlo y con toda la buena intención, me invaden. Donde
más pronto de lo normal me siento asfixiado y me quitan fuerza. Igor es la
máxima representación de eso. Él quiere mi amistad y yo le rehuyo porque su
demanda de conversación e interés es demasiado para mi, que soy un simple y
solitario poeta.
Ha llegado a la
casa del Big Jean en lugar del brasileño que despedimos el sábado, un tipo de
Monterrey llamado Gabriel (insisto que en Montreal todo mundo es mexicano). Yo
iba saliendo rumbo al Downtown con toda alegría, pero Mr Jean me detuvo diciéndome
que al último que llegó, le toca recibir al nuevo, de modo que me entretuve más
de una hora en darle la bienvenida a la casa, explicarle las reglas, los
horarios de comida, en dónde quedan las cosas, qué si se puede hacer, qué no,
el uso del internet, de la lavadora, los platos, etc… Nada me hubiera costado invitarlo
a pasear por la ciudad y también explicarle el sistema del metro y los camiones
que se pueden tomar para llegar a la casa, la Academia o tal o cual lugar, pero
no, yo quería estar solo, ya me había mentalizado y nada me entusiasmaba más
que salir sin dirección por el viejo Montreal y caminar libremente. Cuando he
viajado en grupo y la mayoría decide cierto camino que yo no deseo tomar, la
sensación de sentirme atrapado aparece y tarde o temprano me quedo atrás en el
camino, me pierdo medio adrede y vuelvo a mi adorada libertad.
Llevé a Gabriel
al cuarto de la tele en donde estaban los demás, que echados en los sillones
sin recato alguno discutían su aburrimiento. Planeaban qué hacer sin realmente
querer hacer nada y se echaban la culpa unos a otros por no decidirse. Hasta
antes de la intervención de Mr. Jean, yo tenía planeado ir al Museo de las
Artes, pero no lo mencioné. Sólo escuché las diferentes ideas, su desesperante
indecisión y muy pronto salí de la casa sin decir adiós. Tomé el camión,
después el metro y arribé al bellísimo viejo Montreal. Caminé hacia donde el
mapa me indicaba y finalmente arribé al Museo que, dicho sea de paso, me
decepcionó. Tenía gran interés por conocer las pinturas que de Pablo El Veronés
y de Raphael anunciaban en el folleto, pero sólo exhibían una pintura de cada
uno. Lo demás era arte moderno canadiense que me interesa, pero no le sé y poco
me comunica.
Sigo con mis
meditaciones, hablando de mis hermanos y su inactividad: me desespera que la
gente se aburra. Yo a veces me siento solo. Otras, triste. Frecuentemente melancólico
y nostálgico, pero aburrido no. La literatura es un mundo tan vasto y rico que
no permite ese sentimiento. Sé lo que me divierte y lo que me gusta, son cosas
tan sencillas que están tan a mi alcance que hace mucho no me siento realmente
aburrido. Cansado, sí. Desesperado, sí. Inquieto, más. Pero no aburrido.
La compañía
femenina es la mayor de las delicias. En cualquier sentido es lo que más
disfruto. Estando con una mujer para mi gusto atractiva, la conversación fluye
magistralmente y no hay cabida para el aburrimiento. Encuentro a la mujer
encantadora. Creo que siempre la disfrutaré. Si es época de sequía y no hay tan
bella compañía a mi lado, escribo o leo o camino. Entro al cine. Visito tiendas
de música, posters y películas. Curioseo. Conozco iglesias y lugares
históricos. Busco lugares de descanso con vistas paisajistas. Pero estar
sentado frente a un televisor, esperando, eso no. Cambiando y cambiando de
canal a ver qué pasan por fin de entretenido, no. Depender de otros para que te
entretengan, diviertan y hagan planes para ti, menos. Permanecer pasivo y sin
la valiosa iniciativa de la constante búsqueda por el conocimiento, eso jamás
lo haré. Y hoy, entre once personas a ninguno en la casa se le ocurrió nada
para pasarla bien en un día festivo en Canadá. Todos dependiendo de todos y
ninguno sin nada qué aportar.
Por la noche,
Mr. Jean nos invitó al festejo de la Independencia canadiense en el viejo
puerto. Sólo fuimos Veder (Siria), Miguel (Manzanillo) y yo. Hubo gente con
banderas rojiblancas, hojas de maple, festejos, fuegos artificiales, música de
todo tipo y un ambiente de convivencia por las calles. Estuvo bien. Uno está acostumbrado
al pachangón de nuestra fiesta de Independencia, de gritos, tequilla, baile y
comilonga, pero en Canadá uno debe ser más mesurado. Miguel me contó que se
levanta a las 5 de la mañana todos los días y lava un promedio de 90 carros por
turno, trabajando diez horas. Me invitó a trabajar con él, emocionado y
argumentando que se gana bastante bien, sobretodo con las propinas, pero yo soy
muy débil para esos trabajos. Al tercer día moriría. Le expliqué que en mi vida
pasada pertenecí a la aristocracia rusa y que todavía tengo ciertas mañas de
burgués. Noté su decepción y ahora platicó más con Veder que conmigo.
La pasé
bastante bien con ellos, pero en el camino de regreso ya no daba más. Mi
paciencia se había agotado y ya no quería hablar ni sonreír. No es contra
ellos, a quienes realmente aprecio, simplemente mi cerebro ya no trabajaba. Ya
no quería traducir (cuando entre nosotros, tanto en la casa como en la
Academia, hay alguein que no hable en español, en este caso Veder, la
conversación forzosamente y por educación debe de ser en inglés o en francés,
según lo que todos dominen), mi boca ya no quería hablar y simplemente no quería
seguir conversando. Perdona mi abolengo, Miguel.
Llegué a mi
casa, entré a hurtadillas para no tener qué saludar al hijo de Mr Jean ni a su
esposa, abrí la ventana, puse música clásica, tomé este cuaderno y como si esto
fuera un cuarto lleno de oxígeno, me puse a escribirte, a ti, que todo me
crees.
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