jueves, 30 de mayo de 2013

Carta 23



Cartas en Montreal XXIII

QUE TRATA DE CUANDO AGAPO BUENDÍA SE SIENTA EN UN TIM HORTONS A ESCRIBIR SUS CARTAS.


Ya no era mañana sino mediodía de domingo y yo apenas despertaba. En la casa del Big Jean organizaron una comida en el jardín y en muy mala hora me llegó la apremiante necesidad por estar solo, pues el motivo de dicho evento era, claro, la convivencia. Me asomé con recelo al jardín y ya estaban todos ahí, como si no hubiéramos agarrado la fiesta en los últimos días de la forma en que lo hemos hecho: Julio cortaba con parsimonia el césped; Yered limpiaba el asador; Miguel cuidaba a su hija –pues lleva tanto tiempo aquí que hasta se casó con una quebecois (o sea, una chava de Québec), tuvieron una hija y se divorciaron- y Julia llegó con su guitarra para amenizar la tarde.

- Os he traído la guitarra para que toqueís música mexicana.

Me comenzaron a invadir. Que hacían falta servilletas, que si yo iba a traer los platos, que no se me olvidaran los hielos, ah y que algunos refrescos, que la cerveza…

- No, esperen – interrumpí la perorata- no puedo quedarme a la comida. No sabía que la habían organizado y no puedo venir, lo siento.

Era verdad, desconocía el evento. Seguro lo dijeron en un momento en que mi atención no estaba o cuando la música era muy alta y ni siqueira escuché. También era verdad que no podía, tenía que irme, aislarme, vagabundear por las calles con mis pensamientos y recuperar mi energía. Me sentía débil, amontonado, asfixiado. Necesitaba irme, pero cómo explicar a gente tan querida tan extrañas necesidades. Tomé mi mochila y disculpándome nuevamente abrí la puerta de la casa.

- ¿A dónde vas? - preguntó Julio como hijo a quien abandona su padre.

- Por ahí, no lo sé, lo siento. - respondí con resignación. 

Caminé con paso presuroso. De pronto me sentí muy enojado y desconocía el motivo. Quería caminar aún más rápido, que me salieran alas y simplemente volar. Quería volverme invisable y apenas existir. Quería ser un gato, trepar en los árboles y dormir todo el domingo en alguna de sus ramas. Quería ser otra cosa que no fuera yo. Tantas salidas, tanta cerveza, tantos desvelos, tanta música, tantas carcajadas, tantas Natalias, tanto de todo me había realmente debilitado. Llegué a la parada del autobus y lo esperé tratando de calmar mi cerebro y mis ansias. El transporte tardó tanto en llegar que cuando lo hizo yo ya me encontraba en envidiable fría calma. Era domingo y había que aceptarlo. Tomé después el metro y bajé en una estación al azar. No importaba, lo apremiante era estar solo y caminar. Anduve algunas cuadras, ya más despacio. Entré en una enorme tienda de cds, posters y dvds en donde pasé cerca de dos horas muy entretenido.

Caminé otro poco y vi un Tim Hortons, que es lo que para Estados Unidos un Starbucks. Entré y pedí un café americano caliente, sin nada, como siempre lo tomo, negro. Busqué un lugar cerca de la ventana para tener mayor iluminación en mi cuaderno y ponerme a escribir. Encontré un sitio extraordinario y me puse a hacerlo. Muy pronto el buen humor, los recuerdos y mis cartas vinieron con la inspiración y me solté a reír mientras escribía a toda velocidad con mi mano. Solo, en aquella mesa. Terminé una carta, fui al baño, salí a la terraza, me estiré un poco y volví a entrar. Ahora pedí un capuccino frapé. ¡Delicioso! Comencé la segunda carta y te escribí con toda sinceridad. La escasa gente que entró al local me veía riendo y escribiendo frenético, como si fuera un demente. Era probable que eso fuese lo que era. ¿O eso era lo que fuese? Ya me perdí.

Al atardecer decidí volver a casa pensando que el asado habría terminado y que quizá encontraría a alguien con quien hablar y cenar. Ahora tenía muchas ganas de estar en la sala de televisión, con palomitas y una película de domingo. Pero cabía la posibilidad de que ya nadie me quisiera, tan mamón soy a veces sin quererlo.

Sin embargo al abrir la reja del jardín, ahí seguían todos, cantando con la guitarra, las latas de cerveza por doquier y los platos sucios con envidiables sobras. Hice una mueca de chin, pero ya vine. Todos sonrieron.

- Agapo, ¿Pues en dónde has estado? – Miguel.

- Fui a la ciudad, tenía que escribir unas cosas.

- ¿Pero en dónde? ¡Eres un extraño! – Julia.

- Pues en un café. Perdón que me haya ido así, pero ya tenía planeado hacerlo.

Me senté entre Miguel y Julia, mientras que el venezolano Giovanni tocaba la guitarra interpretando a Vicente y Jose Alfredo, conocedor de nuestra música. Mr Jean me sirvió un plato y comí en silencio. Sentí paz. Miguel a un lado, Julia al otro y la tranquilizante voz de Giovanni en una noche de verano canadiense. Las velas y el silencio de los demás ayudaron para que haya sido un momento de hermandad.

La noche continuó con la cálida conversación que me brinda Julia desde que llegó y es nuestra vecina. Su presencia es oxigenante y su elegante tono español es un sonido que me gusta escuchar. Hablé, le conté cosas y me escuchó con esa fina atención. Después opinó tan certeramente lo que me había pasado, de mis actitudes, que ningún psicólogo antes. Como buena ibérica, pidió mi mano para leerla, de modo que mi extremidad obesa y sus dedos de chorizo fueron interpretados. Reímos mucho y tocamos temas serios. Llegó la media noche e hicimos un pacto, pues Julia argumentaba con plena seguridad que no hay amistad entre hombre y mujer, pues siempre habrá escondido un cierto deseo sexual o de otra índole. Yo tengo un par de amigas verdaderas en Torreón y ciertamente Julia tiene el perfil para convertirse en una, de modo que le pedí que al menos probara conmigo para tener una amistad como las que dice que no existen.

- Casi no hago nada bien - le dije- pero sé ser buen amigo. Sé de mis defectos, me sobran manías y a veces me entran obsesiones, pero quiero ser tu primer amigo y que sepas qué es contar con alguien incondicionalmente, sin mezclar amor ni sexo ni nada que pueda dañarnos. Juro que te vas a divertir.

- Vale – respondió con resplandeciente sonrisa- Ya me dio mucho miedo no ser buena amiga, pero vale, me entusiasma la idea- respondió.

Nos despedimos con un abrazo fuerte y bromeamos acerca de nuestra nueva amistad. La pobre hasta se llevó uno que otro albur que tuve que explicarle y que tuve que pagar con dolorosos manotazos en mi brazo. Pero es tan inteligente que pronto aprenderá nuestro humor, que ni es mío, sino de mis hermanos defeños. Yo aquí también soy víctima.

Llegué de madrugada a mi habitación verde y me recosté con las manos en la nuca, recordando las relaciones valiosas que he tenido con la mujer: de amor, de amistad, de colegio.

Estuve despierto un muy buen rato antes de quedarme dormido.





* Nota del Autor: Esto sucedió en el 2002. Agapo y Julia se volvieron a ver en el 2010 en París, suceso que viene relatado en la novela El Vendedor de Futbol. El pacto de amistad ha funcionado, pues desde aquella noche han sido amigos.

martes, 28 de mayo de 2013

Carta 22


Cartas en Montreal XXII

QUE TRATA DE CUANDO AGAPO BUENDÍA ORGANIZA UN CINITOCLUB Y LE PONE LA PELÍCULA AMORES PERROS A LOS INTEGRANTES DE LA CASA DEL BIG JEAN.
                                                                         

En una de tantas conversaciones después de la cena, le platiqué a mis hermanos lo que acostumbro a hacer los viernes por la noche en Torreón con mis amigos, tan cinéfilos como yo. Desde hace años, apartamos tan noble día para ver cine y a tal actividad la hemos denominado “El Cinitoclub”. La única regla es que debe ser cine de autor, aunque no necesariamente de arte. De esa forma vimos todo Kubrick, Woody Allen, Kurosawa, Scorsese, Coppola, Spielberg, por sólo mencionar algunos. También vimos sagas: Star Wars, Rocky, Rambo, Karate Kid, Mad Max, El Señor de los Anillos, etc… Y de esa forma, aunque ha parecido un proceso lento, hemos logrado ver bastante cine y nos hemos cultivado. A mi grupo de amigos íntimos, que somos cuatro, se fueron agregando novias, amigas de novias, gente nueva, interesada, a tal grado que una reunión de ñoños llegó a tener proyecciones con hasta veinte personas. Siempre en mi casa, pues tengo la mejor televisión y más espacio.

A mis nuevos hermanos les entusiasmó mi relato y acordamos que daría nueva vida al maravilloso “Cinitoclub” aunque ahora en su versión Montreal, pues la de mi casa en la Laguna ha perecido con mi ausencia. Escogimos el martes, de modo que desde la tarde le pedí a Mr Jean que me llevara a Blockbuster para utilizar su tarjeta y rentar Amores Perros.

La convocatoria fue muy gratificante, expliqué a grandes rasgos lo premiada que había sido la película y apagando las luces, ya acomodados todos en el suelo, cojines y sillones, nos dispusimos a verla. Pero más que concentrarme en lo que acontecía en la pantalla, me interesaban y mucho las reacciones de los no mexicanos, además de que yo ya la había visto. Ali, de Arabia, la vio seriamente concentrado, tan callado como es él, pero con el gesto de interés en todo momento; Veder, de Siria, parecía impresionado con la violencia, especialmente con las escenas de las peleas de perros; Igor, de Israel, milagrosamente (y lo digo muy en serio) ¡No habló durante toda la proyección! La película es tan distina a lo que presenta normalmente Hollywood que logró robar su atención. Yoshi, de Japón, se volteaba con repugnancia y su amaneramiento en algunas escenas; Y Fernanda, la pequeña brasileña que juega fútbol, no quiso terminarla.

Finalizó la película, hubo un largo silencio, nos estiramos todos y me levanté a encender la luz. Casi de inmediato comenzó el ataque de preguntas hacia Miguel, Yered, Gabriel y para mi, que somos los mexicanos:

- ¿En verdad así pelean sus perros en México? – Mr Jean.

- No, no es nada común.

- ¿Tan peligroso es ahí?- Julio, de Guatemala.

- En ciudad de México, sí. También en otras partes, no en todas.

- ¿Tienen policía en tu país? – Igor.

- Sí, claro. Aunque no parezca, pero sí.

- ¿Por qué vosotros mexicanos no sois tan guapos como Gael García?- Julia.

- Gael García no está tan guapo. – Aclaré.

- ¿Es famosa esta película allá? – Veder.

- Sí, claro. Estuvo nominada en el pasado Oscar a mejor película extrnajera.

- ¿Has ido a una pelea de perros?-  Fernanda.

- No. Ni yo. Yo tampoco. Yo menos – Contestamos los cuatro.

- ¿Los subtítulos en inglés fueron fieles al español? – Yoshi.

- Sí, aunque se pierden muchas cosas, como expresiones y malas palabras.

- ¿Hablaban con más maldiciones o con menos? – Alí.

- Con más.

- ¡¿Con más?!- Otra vez Alí.

- Sí, con más. Los mexicanos decimos muchas malas palabras.

Comentamos un poco más la película, externando puntos de vista, abriendo cervezas, fumando y riendo. Volví a sentir la placentera satisfacción que sentía con mis amigos de regreso en mi casa, cuando terminábamos de ver alguna obra maestra de Kubrick y nos quedábamos en silencio, tratando de digerir la cruel belleza que acabábamos de ver.

Decidimos irnos a un bar, fuimos todos, de alguna forma la película nos unió un poco más y de alguna extraña forma los mexicanos sentíamos que habíamos compartido algo muy íntimo. Pero la conversación se fue por otro rumbo y yo ya platicaba a Julia mi indignación ante la capacidad de Miguel de estar sonriente todo el tiempo:

- Y cuando fuimos a Toronto – le platicaba, pues aunque no te lo escribí en la Carta correspondiente, pasó.- eran las cuatro de la mañana y estábamos en el cuarto del hotel. Yo estaba despierto porque Miguel y Julio roncaban mucho. De pronto, de la nada, Miguel abrió los ojos, se inclinó y estaba muy sonriente. Le dije: “¡No puede ser! ¡debes estar loco! ¡¿De qué te puedes estar riendo a las cuatro de la mañana cuando te acabas de despertar?!”. Miguel no quitó su sonrisa, sólo volvió a recostarse y se quedó dormido de inmediato. A las 7 de la mañana, cuando despertamos, ¡otra vez! ¡Con esa siniestra sonrisa!

Una mujer que iba a nuestro lado se rió y con toda familiaridad, me dijo:
- Perdón, no pude evitar escucharte y me ganó la risa, pero lo contaste muy gracioso. Me imaginé al tal Miguel sonriendo todo el tiempo, incluso al despertarse y tú todo asustado.

- Pues no te lo imagines - respondí- ahí está.

Lo señalé y Miguel, sonriendo, se acercó a nosotros:

- ¿Qué? ¿Que yo qué?

Y al ver al personaje de mi relato en carne propia haciendo lo que conté que hacía, volvió a reír. Resultó que era de Acapulco, también estudiante y que se dirigía a una fiesta. Se agregó a nuestra conversación. Más tarde Julia decía:

- Y yo todo el día con estos tíos, se me va a pegar el acento mexicano. Qué inglés, francés, ni qué nada. Yo volveré a Madrid hablando mexicano.

A lo que la acapulqueña replicó:

- ¡Sí! ¡así pasa! con los canadienses que vivo ya dicen "ira", “chupe” y "picsa". ¡Ya se los pegué!

- ¡Ooooorale! - pensé.

- No conozco esas palabras – dijo Julia extrañada. ¿Por qué vosotros nunca las habeís pronunciado?

- Te explico luego – respondí bastante serio. Bueno – dirigiendome a ella- Aquí nos bajamos. Gusto en conocerte. Adiós.

Bajamos del autobus. Alcancé a Julia para aclararle que las personas decentes como nosotros no nos expresábamos de esa forma y casi enseguida me puse a caminar muy erguido y correcto. De inmediato una lluvia de sapes aterrizó en mi cabeza y frente, al mismo tiempo que Miguel y Yered me decían: ¡Chale carnal, bájele a lo chenrrys!

Tras haber caminado un poco más, encontramos el bar de mis amores, el Peel Pub. Ahora es su versión Montreal. En Toronto, era el lugar que más frecuentaba: bastantes borracheras, conquistas, tomatazos y escritos saqué de ahí. Desconocía que había uno aquí, así que mi emoción fue genuina. Entramos. Nos sentamos en la barra y pedimos jarras de cerveza, la conversación fluyó fraternalmente. Ahí estábamos. Todos tan distintos, tan lejanos, tan culturalmente opuestos y ahora tan amigos.

No supe muy bien a qué hora pero ya estábamos en otro bar y yo bailaba cumbia con Fernanda en una pista de colores. Era divertidísimo hacerlo. Hicimos pasos bobos, trenzamos los brazos, dimos vueltas y parecíamos en un festival de la alegría. Terminó la canción y Julio le pidió bailar. Así lo hicieron. Más tarde, Julio intentó besarla y Fernanda respondió el beso. Se están besando, pensé. Curiosamente, me les quedé viendo de más, como si fuera la primera vez que veía a dos personas besarse. Yo, tan besucón. El beso me tomó desprevenido en tan agradable ambiente de fraternidad. A mi lado estaba Yered, a quien pregunté:

- ¿Se están besando?

- No pendejo, están jugando ping pong.

- Ya.

Casi de inmediato Miguel y Julia hicieron lo propio. Quedé perplejo, todo mundo se besaba en Montreal. Quizá era una forma de contrarrestar la violencia de Amores Perros.

-       No mames – dije a Yered- ¿también se están besando?

-       No, mega puñal, están jugando ajedrez.

Yo también quería besar a alguien, era imponderante. El deseo se me metió al cerebro como una obsesión y no podía controlarlo. Tomé una decisión. Terminé mi botella de cerveza. Avisé a Miguel y Julia que me iba, no sin antes echarles carrilla por el inesperado beso. Salí del bar, caminé dos cuadras, detuve un taxi, subí y le di indicaciones. Muy pronto llegué a mi destino.

Esperaba con ansia que esa noche Natalia no hubiera salido.

lunes, 27 de mayo de 2013

Carta 21


Cartas en Montreal XXI

QUE TRATA DE LAS NULAS CUALIDADES DE AGAPO BUENDIA, Y DE CÓMO, EN TIERRAS TAN REMOTAS, VE A LO LEJOS A DOS PERSONAS VESTIDAS CON LA PLAYERA DEL SANTOS.


Dado que al dejar el Tokyo Bar la noche anterior había visto a mi maestra a la distancia más bien borracha, con descuido y riendo con estruendosas carcajadas, a la mañana siguiente cuando me saludó con su rutinal y elegante (aunque esta vez crudo):

-       Bonjour!

Le contesté con todo el veneno de mi signo escorpión:

-       Salut!

Expresión que también se vale en el francés como saludo, aunque sólo con las personas a las que ya se les tiene confianza, pero la cosa aquí era sacar un poquito de humor negro.

La Academia hizo una (otra) excursión a un parque y ahí íbamos. Otra vez, todos en grupo, todos caminando, todos lelos. Llegamos y la maestra nos pidió hacer un círculo en el césped e increíblemente cada dinámica que hacíamos era más estúpida que la anterior. Una de ellas trató de decir las cualidades de tal o cual alumno. La méndiga de mi maestra me seleccionó como el primero al que le serían dichas sus virtudes, sonrió, juntó sus manos sádicamente emocionada y estrujó sus hombros como si le hubiera 
dado un escalofrío.

- Veamos –propuso en su atinado francés- ¿quién quiere decir una cualidad de Agapo?

Nos volteamos a ver con resignación. Luego era sólo a mi a quien veían. Silencio. Los ojos de mis compañeros me analizaban con serio escrutinio, como si yo fuera un maniquí que acabara de cobrar vida, pero no decían nada. Una ardilla subió a un árbol. Vi pasar a los lejos un carro azul y después uno blanco. Volteé a ver a una de las japonesas de mi salón e hice una mueca, esperanzado que al hacerla alguien comenzaría a hablar, pero nada, yo era el objeto más observado en silencio del universo entero.
Mi maestra insistió:

- ¡Despierten! El juego trata de decirle a Agapo sus cualidades, ¿quién quiere comenzar?

Más silencio. Un pájaro voló por encima de nuestro círculo. Escuché cómo se rompió una pequeña rama, seguramente cerca de nosotros. Pensé en qué tan lejos pudiera estar la rama para haberla podido escuchar desde donde me encontraba. Alguien tosió. Un compañero se rascó el cuello. Estaba experimentando la peor cruda de mi vida.

- ¡Vamos! ¿Es que Agapo no tiene cualidades? – Espetó la maestra.

Todos rieron al unísono, incluso yo, mientras agarraba la punta de mi tenis para estirarla hacia arriba, medio ya desesperado.

- Bueno- dijo Andy- Es impuntual.

El aire en el cielo. Las hojas en los árboles. Las once de la mañana.

- ¿Impuntual? - repitió mi maestra - Esa no es una cualidad, es un defecto.

- Oooh- Respondió Andy decepcionado.

Más silencio. A lo lejos vi otras dos ardillas, una correteaba a otra y me hizo recordar algo. Medio que sonreí. Una japonesa que estaba de mi lado derecho tomó una hoja del césped y se puso a partirla en trozos cada vez más pequeños. Envidié tanto poder hacer eso en ese preciso instante, querdía dedicar el resto de mi vida a ello. Tener jardincito entre mis dedos y triturarlo. Se escuchó el ruido de un motor.

- A mi me gustaría decir algo de él - dijo milagrosamente la maestra, intuyendo que su actividad estaba destinada al fracaso- me parece que Agapo es muy reflexivo.

Todo siguió en silencio. Nadie asintió ni negó lo dicho. Estábamos en Montreal. Éramos estudiantes de francés. Yo sentía una enorme cruz sobre mi espalda y prefería que me clavaran a ella de manos y pies a seguir con la mentada actividad. Los ojos comenzaron a arderme y me tallé los ojos. Andy ya no decía nada. La japonesa no decía nada. Nadie decía nada. 

- Muy bien - presurosamente y sonrojada dijo mi maestra - cambiemos de juego.

Y por fin mi respiración tomó su curso normal.

Cuando llegó la noche, como si ir al Tokyo Bar no hubiera sido suficiente, Miguel, Yered, Julia y tu seguro servidor fuimos al popular Momentos, un bar para latinos. Coincidentemente casi todos los alumnos de mi Academia de francés estaban ahí, de modo que el ambiente pronto surgió.

Después de beber algunas cervezas, saludar conocidos y visitar diferentes mesas, la música cambió considerablemente, se apagaron algunas luces y nos pusimos todos a bailar. Hicimos un círculo algunos conocidos y poco a poco otras personas desconocidas se fueron agregando. En un instante se formaron parejas y yo quedé frente a una dominicana que me madrugó con los movimientos, pues en menos de dos segundos estaba enroscada en mi cuerpo, moviendose con toda sensualidad y yo temblando de terror, pues encuentro la belleza en otro tipo de estética muy diferente.

Pegó aún más su cuerpo al mío, intentando jalarme hacia abajo y después subir, como está de moda bailar. Pero si yo bajaba, ya no subía más que con bastón, radiografías e instrumentos de ortopedia, de modo que intenté moverme con ritmo, pero lejos de ser sexys mis movimientos, fueron torpes y pasados de época. La dominicana posó sus brazos alrededor de mi cuello y me acarició la nuca. Imaginé estar besando esa boca tan espantosamente roja y me vi invadido por el terror. Quería huir, pero estaba atrapado. Yo era un huevo de avestruz y ella una boa hambrienta. Ella seguía bajando con sus movimientos, un poco desesperada por mi rigidez. Era tan difícil mantener el equilibrio con tanto sube y baja y con aquella boca tan cercana a la mía. Entonces sonreí: la tomé con decisión de la cintura y, como si yo fuera un miembro más del bolshoi, artísticamente la hice dar vuelta sobre su eje. Fue un paso de baile moderno, lleno de belleza y arte y aún no sé cómo me salió. Pero lo mejor fue que con la inercia de la voltereta fue a dar a los brazos de Yered que con toda astucia se puso a bailar como ella buscaba.

Yo me sentí liberado y tal como ocurrió por la mañana en el parque, respiré de nuevo.
Abandoné la pista y me dirigí a la barra. Al fondo de la misma, con seria atención y hasta con emoción, vi dos playeras de mi equipo, el Santos Laguna. Junté las cejas y pensé con toda claridad:

-       ¡Ah chingao!

Tomé mi cerveza y caminé hacia ellos. Conforme la distancia se acortó, confirmé que efectivamente las playeras se trataban de el equipo de mi ciudad, cosa que se me hizo de lo más extraño. Entablé conversación con ellos. No nos conocíamos de ningún lado, pero los tres éramos de Torreón y se nos hizo muy raro coincidir en un bar de Montreal. Eso lo comentamos muchas veces. Les platiqué que en la Laguna yo salía en la televisión y que mi programa era precisamente de futbol, pero ni aún así les fui conocido. De hecho me preguntaron que si acaso yo era uno, que sé es mi competencia, pero les aclaré que no, que él no era yo. Que yo era el otro, el que salía en el otro canal, pero siguieron negando con la cabeza.

De madrugada salí del bar solo con una idea para mi siguiente novela: el escritor que no tenía cualidades y que por nadie era recordado.

Comenzó a llover con cierta fuerza, pero no aceleré el paso ni intenté resguardarme, continué en lo mío, continué caminando.