martes, 21 de mayo de 2013

Carta 18


Cartas en Montreal XVIII

QUE TRATA DE CUANDO AGAPO BUENDÍA VISITA LAS CATARATAS DEL NIÁGARA, DESCUBRE QUE LE GUSTAN LOS OSOS Y FELIZMENTE REGRESA A MONTREAL.


En el bar del hotel seguimos bebiendo y la mañana nos cobró la factura. De todos modos dormí poco por las crueles pesadillas con las imágenes de mi pasado torontino y porque Miguel y Julio duermen cuando roncan, y yo soy capáz de despertarme con el estruendoso sonido del caer de una hoja de un árbol. 

Nos despertamos a las seis de la mañana, crudos y nauseabundos logramos subir a las ocho al camión. Teníamos que salir temprano de Toronto para llegar a Niágara y así hicimos. Me despedí de la ciudad casi con alegría, como sacudiéndome telarañas, cuando siempre pensé que lo haría con tristeza y hasta con dolor. Le dije adiós a ese cementerio. Yo ya no pertenezco ahí y nunca volveré. (Ciertamente Agapo Buendía volvió a Toronto en el 2009 con su novia. Él le enseñó otra vez su antigua casa, sus calles, sus recuerdos y fue por mucho uno de los días más felices de su vida. Nota del Autor).

Dos horas de carretera que utilizamos para dormir. No me di cuenta del momento en que dejamos Toronto pero para mí era mejor, la ciudad me había herido y yo estaba molesto con ella. Por fin llegamos al pequeño pueblo de Niágara. Bajamos del camión y caminamos presurosos al mirador, pues queríamos saludar y lo hicimos con mucho asombro a las imponentes Cataratas del Niágara. Torrentes de agua cristalina, toneladas de un pequeño respiro de la naturaleza en movimiento. Caida libre con violencia. Apenas un vistazo de un pequeño soplo de Dios.  

Bajamos por un ascensor hasta llegar a la desembocadura de la catarata y de ahí subimos a un barquito, vistiendo un impermeable azul que nos regalaron. Y ahí estábamos. Las Cataratas del Niágara. Tres latinoamericanos conociendo el mundo. La catarata contemplada desde abajo es algo imponente. El agua presume cierta majestuosidad. La fuerza y autoridad de la naturaleza manifesta en enormes cantidades y salpicando miles de millones de gotitas diminutas, pero que son tantas y volando por el aire, que uno termina empapado. El barquito regresó a su punto de partida después de acercarse al límite para que tomáramos fotos y tuvimos que bajar para que otros curiosos subieran.

Niágara es pequeño pero está lleno de curiosidades. Decidimos caminar y dejarnos sorprender por nuestros pasos, de modo que nos dirigimos a su colorida calle principal. Pasamos el resto de la mañana entre museos de Ripley, de magia, de asesinos seriales, de seres mitológicos, de cine y comiendo con todo el estilo américano: hamburguesas, papas y refrescotes.

Otra vez al camión, ahora nos detuvimos en Maryland, pues sabíamos que poseé un gran un zoológico acuático. Todo me gustó, pero lo que realmente me emocionó fueron las ballenas asesinas exhibidas en peceras gigantes. Los delfines muy sonrientes; Las largas mantarayas elegantemente mortales. Tomamos un extraño sendero que nos llevó a un hábitat de osos: Nunca los había observado bien, ni siquiera en Discovery Channel. Son simpatiquísimos. Se lavan la cara con sus garras, caminan moviendo absolutamente todo el tambo, con envidiable displiscencia y se rascan la espalda con los troncos de los árboles, acción que ha de sentirse como gloria. Pasé mucho tiempo viéndolos, riéndome y volviendolos a observar. Los osos.

Antes de que anocheciera, Julio y yo subimos a una montaña rusa: hay un momento en el que se sube y baja sobre el riel en total oscuridad, uno sólo siente la inercia del cuerpo pero sin saber bien qué esta pasando. Por fin, se ve una luz y, al llegar a ésta, efectivamente es el final del túnel, pero inesperadamente siguen dos vueltas completas y mortales que me sacaron los gritos más agudos que jamás me había escuchado. Grité todo lo que no he llorado. Qué deliciosa es la adrenalina.

Después de comer y de tener una sabrosísima plática con dos mexicanas que conocimos, regresamos al camión y emprendimos el regreso con la noche encima. Me sentí muy contento y hasta extrañamente aliviado cuando entramos a Montreal. Es cierto que aún no estoy del todo arraigado con esta ciudad como lo estuve con Toronto, pero poco a poco me va ganando y el hecho de sentirme en casa al volver, ya significa algo.

¿No lo crees así?

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