Cartas en Montreal XXXI
QUE
TRATA DE CUANDO AGAPO BUENDÍA, JUNTO CON TODOS SUS AMIGOS, ASISTE AL MEJOR
ANTRO DE MONTREAL EN DONDE, POR ALGUNA EXTRAÑA RAZÓN, ES TRATADO COMO MAGNATE.
Eran ya muchos
los días en que Yered sólo hablaba de la misma cosa: decía y decía que conoció
al gerente del 737 y que lo había invitado cuando él quisiera con tres personas
más como compañía. El 737 es el mejor antro de Montreal. Ahí no entra
cualquiera. Se tiene que ir uno con sus mejores garras y se encuentra ubicado
en el último piso del edificio más alto de Montreal. Un antro de élite.
Fue por eso que
no hacíamos mucho caso a Yered cuando nos hablaba, casi todos los días,
insisto, de que había sido invitado por el gerente del 737 a ese lugar pues,
aunque a Yered lo tengo en gran estima, sus movimientos son bruscos, toscos,
con gran manejo del albur chilango y un terrible acento defeño que contrasta
notablemente con lo sofisticado del antro, el elitismo que maneja y el estirado
snob que seguramente el citado gerente tiene.
No obstante que
Yered tiene 16 años -6 menos que yo-, se preocupa por mí y busca la manera de
ejercer una extraña protección: cuando se me termina el dinero en alguna
salida, él me compra la cerveza o me paga la cena, busca mi consejo y siempre
anda viendo el modo en que todos salgamos juntos. Un excelente tipo este Yered.
Su sinceridad y buen corazón opaca por mucho su en ocasiones facha.
Pero aquél
viernes apareció en la cocina vestido a la línea. Todos nos quedamos mudos al
verlo reluciente. Camisa y pantalón de vestir. ¡Zapatos! Bien peinado y sin
cadenas de oro colgando. Parecía otro. Ya estaba oscureciendo y él estaba
listo.
- ¿Y tú? -
preguntó Miguel - ¿a dónde vas tan galán?
- Pos que al
siete tres sieteeeeeee, si les he estado dice y dice- contestó arrastrando las
palabras con su acento chilango.
- ¿Sí es de
neta? - pregunté.
- ¡Oooh, que ya
te dije que si!- siguió con su chilanguéz.
- ¿Neta, neta? –
yo hacía gran uso del castellano.
- Neta, neta,
cabrón. – Contestó con mi misma delicadeza al hablar.
- Pinche bato
acá, mentiroso- Miembros de la Real Academia, ¡adóptenme!.
- Pss, es mas
güey, vente conmigo y me cae (cai, dijo) que entras de a grapa y sin hacer
fila- propuso.
- Oras -
respondí.
Yered estaba
tan bien vestido que todos creímos que sería cierto y el plan se volvió masivo.
Fuí a mi otra casa para vetirme con mis mejores harapos: camisa y pantalón de
vestir, zapatos boleados y saco. Todos hicieron lo mismo en su debido tiempo y
cuarto. Nos volvimos a encontrar en casa de Mr. Jean para irnos juntos. Así que
ahí íbamos: Yered, Miguel, Julio, Gabriel, César, Giovanni, Julia, Veder y
Agapo. Nada más Alí, Yoshi e Igor no fueron, tal era el entusiasmo por acceder
a tan famoso centro de convivencia social.
Tomamos el
camión y Yered me dijo en corto:
- Mira güey, tú
me ayudas con el inglés cuando hablemos con los de seguridad de la entrada y yo
te paso conmigo.
- Ya estás –
respondí.
- ¡Me estáran
esperando dos españolitas arriba y con mesa, carnal!
- ¡Ya estás! ¡y
hasta peinao pa´ tras!
El resto del
camino lo dediqué a enseñarle a Veder a decir: ¡A huevo! Recuerda que él es de
Siria y por alguna extraña razón los mexicanos enseñamos al extranjero sólo
este tipo de palabras o expresiones, aunque sí que nos dio risa cuando el
venezolano Giovanni le preguntó en inglés si iba a beber en el antro, a lo que
inmediatamente Veder respondió, seguro de sí mismo y acentuando las palabras:
- ¡A huevo!
Todos
envidiamos tan férrea voluntad a la hora de disponerse a beber, pero mis risas
duraron poco porque Julia me volvió a regañar:
- Tú, con tanto
que sabes, tanto que tienes que compartir y sólo enseñas cosas malas e
inservibles,
¿verdad?
- A huevo no es
cosa mala. Es afirmar algo de lo que estás muy muy seguro, ¡nada más!
- ¿Es cierto lo
que dices?
- ¡A huevo!
Bajamos en la
estación del metro correspondiente tan bien ataviados que parecía íbamos a la
entrega del Oscar como nominados. El edificio en donde se encontraba el 737 no
estaba muy lejos y caminamos. Encontramos una larga fila que se formaba desde
la entrada y daba vuelta a la cuadra, tal era la convocatoria esa noche. Yered
saludó a sus dos españolas que no lo esperaban arriba, sino que estaban
formaditas, hasta la cola, esperando. Me jaló con él y nos dirigimos hacia
donde se encontraban. Saludó e hizo las debidas presentaciones. Irene, Ana,
Agapo, Agapo, Ana, Irene. La última era la más guapa y fue con quien entablé
conversación. Me percaté en su nariz, tan delineada, fina, esculpida y perfecta
que se lo mencioné varias veces. Gracias, gracias, qué pena, pero gracias,
gracias, respondía sonrojada.
Todos se
formaron con algo de resignación por lo largo de la fila, pero Yered nos dijo a
las españolas y a mí que lo acompañáramos directamente a la puerta, de modo que
lo hicimos ante la protesta de nuestros demás compañeros. A estas alturas yo le
creía todo y era como mi jefe.
- Mira güey -
me dijo Yered- dile al monigote de la entrada que somos invitados de Andrés
Abdun.
Así que me
planteé, muy digno, frente a los guardias de seguridad. Ellos me observaron con
extrañeza y hartazgo, pensando con qué fantasía iba a salir. Estaban cansados
de su mismo trabajo, fin tras fin de semana. Eran dos enromes negros muy bien
vestidos, con pendientes y musculatura por todas partes.
- ¡Hola! - dije
en inglés -somos invitados de Andrés Abdun.
- ¿Cuál es tu
nombre? – Preguntó secamente, casi se me enfría el corazón.
- Yered -
mentí, pero de todos modos él estaba a mi lado.
Sacó un papel,
buscó algo en el y finalmente dijo:
- ¡Adelante por
favor! A su derecha se encuentra el elevador.
¡Funcionó! Me
sentía Ali Babá acabando de decir las palabras mágicas que abrían la bóveda del
tesoro. ¡Yered! ¡Méndigo Yered, eres mi ídolo! ¡Sé mi mejor amigo toda la vida!
Así que ahí íbamos. No dejé de notar la positiva impresión que esta acción
causó en Ana e Irene y pensé que el balón estaba de nuestro lado. Esa nariz
sería mía tres veces en menos de lo que cantara un gallo. Los demás, perplejos,
sabían que estarían formados quizá una hora más, y veían cómo pedíamos alegremente
el elevador para subir el rascacielo hasta su último piso. Ese Yered lo había
hecho bien. Lo invitaron sólo con tres acompañantes y las españolas y yo
habíamos sido sus elegidos. El cómo conoció al gerente de semejante lugar, es
todavía una incógnita que se niega a platicar.
El elevador
arribó al último piso, salimos de el y disfrutamos del panorama. Pedimos de
inmediato cerveza y nos acercamos a la orilla para contemplar la maravillosa y
espeluznante vista de todo Montreal. Era increíble. Ver esta hermosa ciudad, de
noche y a semejante altura me causó gozo, pánico y la adrenalina me comenzó a
visitar. Estaba muy emocionado por estar ahí. Tenía a mi lado a Irene, que me
acompañaba a todos los puntos desde donde se veía la ciudad. No sólo es una nariz
perfecta, también resultó ser una mujer interesante y accesible a reír. Me hizo
preguntas sobre mi vida y mi emoción provocaba que yo respondiera de forma
creativa y graciosa. Ella reía, yo reía y su nariz era perfecta. Estábamos en
Montreal. Pedimos más cerveza, bailamos un buen rato, encontramos a nuestros
amigos que finalmente subieron y reímos toda la noche.
Irene y yo
encontramos una terraza con un cómodo sillón y decidimos descansar.
Comentábamos lo cosmopolitas que eran las mujeres del lugar, con vestidos tan
extraños, peinados distintos y diversas formas de bailar. Había pluralidad de
ideas y expresiones y eso nos encantaba. Tomé su mano. Ella accedió y
entrelazamos los dedos. Reí. Rió. Ella comentó lo cara que estaba la cerveza
allá arriba, y respondí que en efecto, sus dos bebidas y las dos mías me habían
dejado sin dinero, que el rico aquí era Yered. Volvimos a reír y ahora la
abracé y en un instante nuestros labios estaban juntos. La estaba besando.
Agapo Buendía besando españolas, alguien tenía que ponerme un alto. Nos
separamos y nos abrazamos con cariño. ¿Por qué? ¿De dónde? Es imposible
saberlo, nos acabábamos de conocer. Volví a besarla, después otra vez. Le pedí
permiso de morderle la nariz, no quiso. Le dije que sería despacito, que tenía
que hacerlo tres veces antes de que amaneciera porque así estaba escrito en la
bóveda celeste. Le gustó la explicación y me permitió hacerlo. La mordí, con
ternura, con cuidado. Después una segunda vez y una tercera. Quería mascar la
nariz pero tuve que contener mis impulsos. Los dioses me querían. No era el más
apto, fallaba en muchas cosas, pero les caía bien.
Yered llegó con
dos cervezas, una para mi y otra para Irene. Nos estuvo surtiendo toda la
noche, tiene ganado el cielo, si ha sido malo yo le cedo mi lugar. Ya no nos
movimos del sillón, no teníamos por qué hacerlo: contemplamos la ciudad, bebimos,
charlamos y nos besábamos de cuando en cuando.
Ahí estaba yo y
me llamaba Agapo Buendía, en el mejor lugar de Montreal, en lo más alto del más
grande edificio de la ciudad, con una mujer bellísima, con cerveza en la otra
mano, sintiéndome feliz, conversando y admirando su inteligencia, fumando el
respectivo y sabroso cigarro, ahí, sin saber para qué había nacido, de dónde
venía todo esto, ni qué papel jugaba yo en la historia de la humanidad. La vida
me regalaba cosas. Era pobre y disfrutaba como rey.
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