Cartas en Montreal XVI
QUE
TRATA SOBRE AGAPO BUENDÍA.
Agapo Buendía
encendió el antepenúltimo cigarro de su cajetilla después de cerrar la puerta
de aquel edificio. Todo había comenzado como un juego con Natalia, coquetería
sana, compañía, equipo ante los mexicanos snobs que se encontraban en tierras
extranjeras. Se encontraron por los pasillos de la Academia el viernes y
entablaron amistosa convesación. Dijeron algo sobre pasar el día juntos, otra
cosa sobre cervezas y algo de a ver si también pedían de cenar. Agapo no se
olvidó de mencionar la palabra masajito y vino tinto y Natalia habñia agregado
las palabras noche y mi casa. Pero, al menos Agapo, no le dio mucha importancia
al principio. Conforme pasaban los minutos en clase, Natalia y Agapo, cada uno
por su lado, planeaban qué y cómo iban a hacer. Llegó la hora de salida y se
encontraron en el loby, como habían quedado. Bajaron por el ascensor,
sonrientes y se dirigieron a un cenro comercial en donde, paso a paso, los
planes se cumplían: compraron cervezas, una botella de vino tinto, algo de
cenar y Agapo volvió a mencionar la palabra masajito. Estaba bien, Agapo sabría
cuándo ponerle fin.
Tomaron el
metro, después caminaron, Natalia dirigía el paso, pues iban hacia su
departamento. El edificio era alto y tuvieron que pedir el ascensor. Entraron.
Agapo brincó hacia la cama de Natalia y ella lo imitó. Cayó encima de él, se
besaron. Transucrrió el tiempo entre silencios y besos. Agapo recurrió a la
palabra masajito y obtuvo la gloria en sus músculos. Por fin. Era muy chipil.
Pedía masaje aquí, luego acullá, otro poquito más y luego piojito. Natalia lo
regañaba por ser tan pediche pero no le dejaba de hacer. Más besos.
Agapo pidió el
baño al que entró sólo en boxers. Dentro, se quedó viendose en el largo espejo
de la puerta. No se condieraba sexy, pero milagrosamente esa tarde sus
boxercillos se le veían bien. Levantó los brazos como Hércules, como revisando
que sus músculos existieran, sirvieran y estuvieran en su lugar. Era lagunero,
no podía quedar mal. Lavó sus manos, su cara y desde ahí aventó un comentario
cómico, una de sus ocurrencias, Natalia rió a lo lejos, desde la cama. Agapo
regresó, apagó la única luz existente, tanteó el colchón de la cama y se
sumergió entre sábanas y caricias de mujer.
Tiempo después,
no se sabe cuánto, reían con la luz encendida. De todo. Se bebían la cerveza
que estaba casi intacta y fumaban con despreocupación. Agapo tan relajado.
Natalia tan risueña. Platicaban de lo diferente que es vivir en Canadá, de sus
maestros, de las curiosidades de sus compañeros de clase. Hablaron hasta de
Andy Pandy. Agapo relató experiencias cercanas en su ciudad Torreón, Natalia
dijo que no le gustaba hablar del DF y prefería escucharle. Abrieron el tinto
cuando las latas de cerveza rodaron bajo la cama y ahora conversaron sobre las
curiosidades del idioma francés y de algunas otras cuestiones sin la mayor
importancia para la revista Time.
Natalia le
pidió que se quedara a dormir con ella, pero Agapo no quiso. Le explicó que
dormir juntos es un acto de amor y que si lo hacían, ya no habría marcha atrás.
Por supuesto que una discusión comenzó. Agapo no se iba a quedar a dormir, eso
estaba más que decidido. Pensó en Mr. Jean, recordó la cocina, a sus hermanos,
los imaginó cenando juntos, riéndo, aquellos mismos chistes, comentarios tan
locales que le hacían tanto reír. Sintió una inmenza nostalgia, como si llevara
meses sin haberlos visto. Pensó en su cuarto verde, en su colchón, en su
ventana, en su cuaderno, quería estar de inmediato ya en su espacio. Volvió a
decir que lo sentía, pero que se marchaba. Recogió cuatro latas de cerveza en
compensación y eso hizo enfurecer a Natalia. Ella intentó chatajearlo con el
poco válido “entonces ya nunca…” pero Agapo quería estar en casa de Mr Jean.
Natalia entonces recogió del suelo los boxers de Agapo (todo este tiempo el
tímido Agapo se había puesto una bata padrísima de los Expos de Montreal que
Natalia tenía) y los escondió entre las sábanas de la cama, en seguida amenazó
diciendo que no habría forma de que esa noche Agapo se fuera, pues no podría
recuperar sus boxers.
-
No puedes irte sin tus boxers-
dijo- tendrás que quedarte, lo siento, querido.
Como respuesta
Agapo se quitó la bata, tomó sus pantalones y se los puso, después abotonó su
camisa y buscó sus tenis. Acabó por vestirse, Natalia sólo lo observaba
fumándose un cigarro con cara de ah caray. Agapo tomó su mochila e intentó
despedirse con un abrazo y un beso, pero Natalia espetó:
-
¡No puedo creer que te vayas a
ir! ¡tengo tus calzones!- gritó incluso desesperada.
-
Son boxers- respondió Agapo. Se
dirigió a la puerta, dijo adiós con la mano, hizo una mueca y salió.
Caminar era
algo incómodo, pero le encantaba la sensación de libertad. Disfrutó el gélido
aire en su cara, los pasos que daba, su silencio, el antepenúltimo cigarro que
encendió al abandonar el edificio. Comenzó a amar cruzar calles, esperar
semáforos en rojo, atravesar parques, todo con su absoluta decisión. El regreso
a casa fue feliz, aunque no dejaba de pensar en sus solitarios pantalones.
Al siguiente
día no fue a clases, por la mañana que despertó lo decidió así. En cambio se
dirigió al puerto a ver barcos. Encontró un árbol grande con una sombra
perfecta y se recostó en él, abrió “El amor en los tiempos del cólera” y leyó
durante horas. Nunca en su vida había leído tanto ni tan seguido. Simplemente
no importaba. Quería leer todo el día. Cerró el libro cuando llegó casi a la
mitad del mamotreto. La tarde había sido soleada, airosa, espiritual. Recordó
lo bien que lo había pasado con Natalia, lo mucho que riéron y lo invadió una
tristeza enorme. La apreciaba, la estimaba, incluso la quería, pero no podía.
No, no podía. Era demasiado pronto. La que se venía… Había sido una gran idea
no haber asistido a clases.
- Mi destino no
está en Liechsteinstein – pensó muy serio - Ni lo estará.
Recordó su
ciudad, lo que había pasado, la historia de su destierro y sintió una profunda
tristeza. Extrañó a sus amigos, a su familia, a las calles del desierto y a la
comida mexicana. Pensó que Mr Jean, Julio, Miguel, Veder, Giovanni y Yered eran
una bendición. Atardecía, el sol escarlata pintaba los barcos frente a él y
sintió miedo.
- Dios mío,
¡alguien abráceme! –pidió volteando al cielo, pero sólo había nubes naranjas,
moradas y amarillas, adornadas por las nostálgicas siluetas de las bellas
embarcaciones.
Respiró
profundo. Después otra vez, y otra vez. Se desabrochó los tenis y volvió a
abrocharlos, a manera de trabajo zen. Se tanquilizó un poco, siguió respirando.
Supo que llegando a casa Mr Jean y sus hermanos lo esperaban con un spaghetti
calientito y albóndigas. Recordó los sillones del cuarto de tele, el amable
olor a polvo, la coordialidad de todos, el saberse parte de ellos y tener
certeza que él era el único que faltaba para la cena y que lo esperaban. Se
sintió mucho mejor, se puso de pie y emprendió el largo viaje de regreso desde
el puerto. Estaré bien, pensó.
Entonces lo
supo: en Canadá estaba a salvo.
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