jueves, 16 de mayo de 2013

Carta 15


Cartas en Montreal XV

QUE TRATA DE LA SANGRIENTA BATALLA QUE SOSTIENE AGAPO BUENDÍA EN CONTRA DE INUMERABLES INSECTOS UNA NOCHE EN SU HABITACIÓN.


Había tenido un día extraño y como tal iba a terminar. Con la incertidumbre de ir o no a Toronto este fin de semana, caminé por casi toda la ciudad preguntando diferentes precios, pero todos son muy costosas y Toronto ni está tan lejos. Mi búsqueda incluso me llevó a la estación de tren: un enorme lugar que poco le falta para parecer aeropuerto, y no sin razón, dado que viajar en tren aquí es más bien lujoso y el precio es igual o mayor que el mismo avión. De modo que continué con la incertidumbre en cuanto a visitar o no mi adorada ciudad en donde viví en 2000.

Como bien sabes por mis Cartas Torontinas que te escribí hace dos años, Toronto fue mi primer viaje relatado. La aventura estuvo llena de personajes y aventuras como los que aquí poco a poco han aparecido, aunque siento que Toronto fue más intenso. Era más joven, más rebelde y sumamente irreverente. Buscaba ser un escritor maldito y deliberadamente me metía en problemas para tener material qué ecribir. Ahora no. Me metí en tantos que ahora los evito a toda costa. La vida me ha enseñado que la paz y la tranquilidad son un tesoro poco valorado. Ya tengo amigos. Ya he tenido muchos enemigos. Ya he tenido novias, ya nos hemos herido demasiado. Ya sólo quiero caminar y conocer. Ya es lo único que me gusta.

Tras estas meditaciones llegué a casa más bien cansado y juntos todos los que vivimos en el Big Jean nos dispusimos a comer.

Finalmente, y por fin, llegué a mi habitación. Quedé en boxers y me dejé caer en la cama dispuesto a morirme en el segundo respiro. Pero inmediatamente tuve una horrenda visión: el foco del techo estaba impresionantemente rodeado de una especie de hormigas voladoras. Las sentí en mi brazo, después en mi cuello y más en mi rodilla. Brinqué hacia el piso como bailando “Suena mi esqueleto” y quitármelas como si me estuvieran electrocutando. Al saberme temporalmente limpio, me puse los pantalones. Me dirigí rápidamente a la ventana para conocer de dónde provenía tanto animal, y al correr la cortina vi que miles de hormiguitas con y sin alas, apretujadas, rojinegras y malévolas, caminaban por el contorno de la ventana con toda la seria intención de atacarme y acabar con mi vida. Mi habitación era ahora un insectarium, bichos por todos lados. El reloj marcaba la una de la mañana, era muy abusurdo. Kafka me venía a la mente pero eso no ayudaba en nada.

Insectos por todas partes, en la ventana, en mi cama, en la puerta, en las cajas de dvd, o volando alrededor de mi lámpara. En verdad estaba fatigado de músculos y huesos por las largas caminatas, pero ahí estaba, parado en medio de la noche y sin saber qué hacer. Pero claro está que algo tenía qué hacer: fue entonces que abrí la puerta, entré al baño y después de esculcar entre las puertas y cajones, tomé un aromatizante de ambiente y un jabón para limpiar ventanas. No tengo mucha idea del por qué. Quizá porque el aromatizante sale a manera de gas y el jabón en potentes disparos de agua.

Fue así como comenzó la guerra. Apuntando el gas aromatizante lo más cerca posible de los insectos y dañando sus filas militares y malignas con el líquido a chorros, comencé a atacar. Primero unos, luego otros. Los cazaba en el aire, los aplastaba con la mano. Aun estuvieran las hormigas voladoras arrastrándose en el piso tratando de sobrevivir, mi pie las aplastaba. Las trituraba. Una por una. Las hormiguitas se hicieron bolita y murieron, rendidos. Juntos, tratando de ayudarse. Todos muertos en grandes cantidades, pagando el precio de su atrevimiento, de sus patéticos sueños de victoria. No dejé animal vivo.

Todo era muerte y dolor. La imagen pestilente de la guerra rodeaba el lugar con sus tétricos cadaveres de antenas y patas. Tomé mi brazo y lo pasé entre mi pecho, como hiciera Napoleón.

De pronto, mi cuarto comenzó a oler bien.

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