martes, 14 de mayo de 2013

Carta 13


Cartas en Montreal XIII

QUE TRATA DE LA EXCURSIÓN QUE REALIZA AGAPO BUENDÍA A DISTINTOS LUGARES DE INTERÉS EN MONTREAL Y DE CÓMO, ANTE TODOS LOS PRONOSTICOS, EN LA NOCHE BAILANDO SE SUMERGE EN UNA PISTA DE ESPUMA.


Era sábado por la mañana y yo tenía todo el día libre, de modo que decidí conocer algunos lugares nuevos. Salí temprano de casa, aún los señores dormían e intenté hacer el menor ruido. Tomé el metro hacia la Villa Olímpica, en donde se efectuaron las Olimpiadas de Montreal 1976. El estadio, tan monumental, curvilíneo e imponente me saludó como a un viejo conocido, pues dos años atrás había estado ahí.

En las paredes laterales del inmueble están escritas con letras de oro los nombres de los deportistas que ganaron la medalla dorada en tal o cual certamen. Y ahí estaba. El nombre del único mexicano que lo logró en aquellas olimpiadas: Daniel Bautista, México, 20 km Marcha.

Por supuesto, se encontraba también el glorioso nombre de la semidiosa Nadia Comaneci que, con su rotunda perfección, admirable belleza e impresionante arte, logró el primer 10 limpio en la historia de la gimnasia. Diez que elevó su nombre como gloriosa apoteosis .

Antes de entrar al estadio, me dirigí al Biodome que está justamente a un lado y es una especie de zoológico, pero en interiores. Lo primero que vi fue una pecera llena de terribles pirañas, de las que no tenía noticia desde que las dibujaba y pintaba en primaria:

-No me acordaba que existían las pirañas- pensé.

El apartado de los murciélagos es impresionante: entras por una especie de tubo gigante que atravieza toda su simulada cueva y logras ver de cerca su forma de vida, movimiento y conducta. Inquietos ratones voladores por todos lados, mientras que otros dormían de cabeza en el techo. Muy tétrico. Muy oscuro. Muy terrible y demasiado verdadero para verlo tan real.

Un regalo de nuestra madre naturaleza vino de parte del Gato Montes: dormía debajo de un árbol cuando me acerqué a la vitrina, abrió sus ojos, desperezó y se levantó para caminar hacia mi, como sabiendo de antemano que el gato es mi animal favorito, avanzó un poco más y estando casi frente a frente, bostezó a escasos metros de donde yo me encontraba, presumiéndome de tan cerca sus grandiosos, bellos y perfectos colmillos de su dentadura.

Por último, los pingüinos. Divertidísimos. El sólo ver un pingüino es capaz de ponerme de muy buen humor. Había ahí un especie de guía que llevaba un grupo a quien logré escuchar cuando dijo que era muy sencillo diferenciar si los pingüinos eran hembras o machos; pues si ponía huevos era hembra y sino ponía huevos… era macho.

-       ¡Nombre! ¿Sí? –pensé con toda la risa maléfica en mi rostro.

Pensé en acercarme para darle otro remedio más eficaz y menos tardado y que saqué de El Chavo de Ocho en sus geniales conversaciones co Quico. Le haces cosquillas al pingüino. Si se pone contento, pues es macho. Y si se pone contenta, pues hembra. ¿No? Digo, si a esas lógicas vamos, yo también me gradúo de botánico.

Poco más tarde me encontraba en lo más alto de la enorme torre del estadio de béisbol, que es famoso porque aquí juegan los Expos de Montreal y por su ya mencionada sede olímpica. Te suben por un escalofriante elevador, que en cualquier momento parece que se va a atorar, hasta que llegas al alto observatorio desde donde se ve toda la majestuosidad de la ciudad. ¿Cuánto pense y cuánto recordé y cuánto imaginé alla arribá? No hay forma de saberlo. Bajé de ahí sintiéndome Moisés recién bajado del Sinaí.

Aún me faltaba visitar el Jardín Botánico, enorme sitio en donde se encuentran todos los tipos de jardines del mundo. La mayor parte del tiempo lo pasé en el Jardín Chino. Está tan bien logrado, que por un momento logré sentirme en China: pequeñas casas de madera rojiblanca al estilo oriental, con sonoras cascadas a su alrededor. Plantas exóticas de diversos colores: rojas, amarillas, verdes, moradas y cafés. Lagos cristalinos. Puentes de cemento decorados con simbología china. Paz, tranquilidad y silencio.

Al llegar al Insectarium (que como bien adivinaste es un zoológico, pero de insectos) me interesé en las abejas, en las hormigas y en los escorpiones. Pues me considero trabajador como una abeja, constante como una hormiga y venenoso como un escorpión.

Por la noche, después de descansar y cenar en familia con singular alegría, nos dirigimos al mundialmente famoso bar Hooters: Julio (Guatemala), Miguel (Manzanillo), Yered (D.F) y Gabriel (Monterrey). Las meseras eran tan bellas y sus bikinis tan coloridos que gustosamente pedíamos y pedíamos cerveza. Avanzó la noche y con ella apareció la espuma en la pista. Una canadiense que estaba bailando, de unos 27 años le calculé (yo tengo 22), me hizo la seña con el dedo para acompañarla a bailar. Indiqué mi cerveza (también con el dedo, si a esas íbamos) dando a entender que nada más me la acababa, iba para allá. Siguió bailando solilla. La espuma seguía y yo con mis hermanos a risa y risa entre tanto bikini fosfo. De pronto la mujer apareció en mi mesa, sonriente y en un bello francés me pidió la acompañara a bailar. Volví a señalar mi cerveza sin atreverme a hablar, pues soy pésimo en la pronunciación francesa, aunque mi dedo esa noche hablaba por mi. Ahora señalé el cuarto de cerveza que aún le quedaba a mi jarra, dando a entender que no la terminaba aún, pero que ya mero. Como puedes ver, no en vano vi tantas películas de Jorge Negrete en mi adolescencia, pues bien que me hacía del rogar. Con lo que no conté es que me salió la quebecois muy galla, casi una María Félix, pues en lugar de aceptar mi negativa como respuesta, me pidió la jarra y de un solo trago casi la vació. Me dijo (¿ordenó?) que tomara el resto y obedientemente lo hice.

- Ahora sí, ven- sentenció en francés.

Con el aplauso y bulla de mis amigos, bajé a la pista de su mano. La espuma me llegó de inmediato a las rodillas y comencé a bailar con cátedra o torpeza, dependiendo de cada quién. Soltaron más espuma. Después más. La música era tan alta y la oscuridad confundía. La espuma comenzó a caer por todos lados y su nivel comenzó a crecer sin consideración alguna, revasando mi estatura. Había crecido tanto que se formaban paredes blancas a mi alrededor y no me permitían casi ver. La gente comenzó a gritar y a saltar en éxtasis, apretujados y borrachos, nos generó un extraño estado de conciencia. Yo brincaba y decía “huuuú” sin saber bien por qué hacía lo que hacía. Cambió la música, se encendieron algunas luces y finalmente logré ver mejor, pues ya no había tanta espuma y habían cesado los brincos. La gente comenzó a retirarse de la pista en busca de cerveza, yo busqué con la mirada a mi María Felix canadiense pero ya no la vi. Volteé para con mis compañeros a la mesa haciéndoles una señal de “¿bah?” quienes con toda sabiduría me respondieron con otra señal de “¿bah?”, pues mi bailarina no estaba. Busqué con la mirada, salí de la pista y caminé por otras mesas, pero nada, no estaba mi bebedora de medias jarras de cerveza.

La espuma me la había robado.

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