Cartas en Montreal XVII
QUE
TRATA DE CUANDO AGAPO BUENDÍA REGRESA A TORONTO, CIUDAD EN QUE VIVIÓ, DONDE
ENCUENTRA UN LUGAR ATESTADO DE FANTASMAS.
Fue a las cinco
de la mañana cuando sonó el despertador y a las siete cuando el camión arrancó
rumbo al Estado de Ontario. Íbamos Miguel de Manzanillo, Julio de Guatemala y
este amable y siempre meditabundo servidor.
Muy pronto llegamos
a Mil Islas, un lugar que ya había visitado antes y que reviví con mucho
placer: Es un extensísimo lago compuesto de tantas pequeñas islas que el lugar
ha adoptado ese nombre: Mil Islas. En verdad las islas son 1865, la mayoría
adopta una casa de campo e incluso en una de ellas hay un magnifico castillo.
Fue un placer gélido y visual.
Mi estancia en
el año 2000 en Toronto fue tan intensa, me acostumbré tanto a esta mi segunda ciudad, fui tan perfectamente un
habitante torontino, que en su momento me costó mucho adaptarme de nuevo a la
Laguna. Casi cada noche soñaba con las calles, restaurantes, metro y lugares
que frecuentaba en la ciudad de los beisboleros Azulejos. Llamaba seguido a mis
amigos y familia adoptiva que dejé allá y ciertamente jamás pensé en volver a
Canadá. Al menos no a vivir, como ahora hago. Desde que supe que viviría en
Montreal, supe que en cualquier momento volvería a Toronto. Era cuestión de
instalarme bien para comenzar a viajar por los arededores de Ontario y Quebec.
Sabía muy bien
que si la vida me permitía alguna vez volver a Toronto, indiscutiblemente
realizaría cuatro cosas con suma prioridad:
1) Regresar a
aquella mi casa para visitar a mi antigua familia, los Salemmi, musulmanes,
inmigrantes de Pakistán, que me adoptaron (es un decir, les estuve pagando
hospedaje como ahora hago con Mr Jean) durante un año y de quien no tengo
noticia alguna desde hace dos.
2) Comer
nuevamente Falafél, la comida libanesa que tanto adoré, tanto me gustaba y a la
que me volví adicto.
3) Comer ésos Hot
Dogs que se ponen afuera del Parlamento de Toronto, uno de los alimentos más
sabrosos, con sus tocinos en cuadritos y su salchicha alemana jugosa, uno de
los grandes manjares que he probado en mi vida.
4) Revivir los
momentos y detalles de mi vida en Toronto en medida de lo posible.
Conforme íbamos
entrando a la ciudad por el freeway, sentía una indescriptible emoción interna
que se intensificó al ver desde lo lejos la enorme torre de Toronto rodeada por
sus rascacielos. Poco a poco nos acercamos al corazón de la ciudad y fue una
grata bienvenida la que me dieron sus principales calles, tan viejas conocidas
mías, en donde tanto vagabundee.
Hablé con
Miguél y Julio, les dije que ya me conocían, que me disculparan, pero que tenía
misiones individuales, valiosas, internas qué cumplir. Que me separaba de ellos
y que los veía a la hora de cenar en el restaurante chino que ya habíamos
acordado.
Así fue. Ya me
estiman, saben que necesito de mi soledad y que requiero de vencer mis propios
demonios. No hubo problema ni reproche alguno.
Lo primero que
hice, por la ubicación en donde nos dejó el camión, fue entrar al Eaton Centre,
el gran Mall de Toronto, y de inmediato apareció el primer gran recuerdo: cuando
vi el McDonalds, Inma se teletransportó frente a mi como un holograma, ahí
estaba en mi mente, con su eterno helado con caramelo derretido. Su favorito.
Inma, la española de Islas Canarias y la gran protagonista de mis Cartas
Torontinas. En ese McDonlads, donde tantos momentos pasamos, tanto hablamos sobre
el origen del universo, filosofamos sobre Dios y la vida y en donde me sentí
conquistado por su piel de chocolate, su sensual acento mediterráneo y sus ojos
verdes de gitana.
Seguí caminando
dentro del mall rumbo a mi cine. Fue ahí en donde me llevé mi primera decepción
(fueron tres), pero para mi terrible sorpresa, ya no existen. Cerrados. Vacíos.
Abandonados. Ahora era un local sin nada. Ahí, en donde una de mis primeras
noches vi Magnolia y al terminar la función era tanta mi emoción por lo que
acababa de ver, que encontré un teléfono público que estaba dentro del cine y telefoneé
con toda excitación a mi padre para contarle. Y recuerdo que fue una llamada
muy emotiva porque era la primera vez que estaba tan lejos de casa, por tanto
tiempo y dijimos tantas cosas. Ahí en donde vi junto con Inma, el estreno de la
nueva película de Jim Carrey y pasamos la noche riéndonos en el transcurso de
la película, porque los demás espectadores se reían y nosotros no sabíamos por
qué estábamos riendo, pues apenas estábamos estudiando inglés y éramos
principiantes, pero no importaba. Nos sentíamos muy felices. Ahí, en donde vi
montones de películas solo y me entusiasmé, recordé, lloré de tristeza, de ira
y de risa. Ese lugar no existe más, sólo tiene vida en mis Cartas y en mi
memoria y quizá en la de Inma.
Nostálgico,
dejé el Mall para caminar por Yonge St. rumbo a mi antigua casa. No avisé que
iría, pues tiene mucho que el teléfono dejó de funcionar, pero no importaba,
sabía sus horarios, sus hobbies, sus rutinas y era el momento perfecto para darles
la sorpresa. El hijo pródigo había regresado.
Yo no lo sabía
y fue impresionante el darme cuenta que la ciudad de Toronto está plagada de
Bukowski. Todo huele a él. En aquel tiempo, yo estaba absorto en sus libros,
era lo único que leía y lo hacía casi todo el día: sus novelas, sus relatos,
sus poemas, su correspondencia publicada. Fue tanta su influencia en mi, que me
llevó incluso a imitar un poco su comportamiento irreverente ante la gente, su
desidia, su arrogancia, pero sobretodo su forma de escribir. Es algo que no me
ha pasado con ningún otro escritor ni en ninguna otra ciudad. El simple hecho
de estar en Toronto me hizo sentir densamente la influencia Bukowskiana, en
donde cada espacio de las calles me recordaba su imagen, algún relato suyo y me
inspiraba algo grotesco y atrevido para escribir, como yo hacía en aquél
entonces como aprendiz.
Mi segunda
decepción: El Falafel ya no existe. Tampoco. La deliciosa comida del Líbano
también se esfumó de la Younge St. Esperé dos antojados años para volver a
comerlos y no, se han ido.
Metros más
adelante, aún sobre Younge St, me encontré con una tienda de posters que no me
acordaba que existía y que, no obstante, pasaba horas dentro. El cuarto de mi
casa en Torreón está tapizado con los posters adquiridos en esa tienda: de
Naranja Mecánica, de Pink Floyd y su excelso The Wall, el poster de Episodio I
que es maravilloso y algúnos otros de películas clásicas. Entré, e
inmediatamente me sentí como un fantasma. Era como si lo estuviera soñando.
Porque efectivamente yo había soñado con esa tienda y mi estado onírico era
sumamente real. Hasta me confundí. Todo estaba igual, los posters y
curiosidades en su lugar de siempre, la gente hacía cosas y nadie me volteaba a
ver. Nadie me saludaba ni sabía que había vuelto después de dos años de
ausencia. Repasé con la mirada los posters: ese momento era idéntico a
cualquiera de los que viví anteriormente, con la diferencia de que ahora todo
eso me era ajeno.
Fue una fuerte
impresión que llegó a convertirse en pánico cuando di la vuelta en Carlton St.
la calle donde se encuentra mi antiguo colegio y que caminaba de 4 a 6 veces
diarias. Increíblemente todo seguía en su lugar: los mismos árboles, las mismas
bolsas de basura, las mismas hormigas. Era una imagen que yo recordaba en mis
sueños y que ahora se manifestaba sólidamente ante mi. Me encontraba en carne
propia dentro de un recuerdo. Caminé y pasé por la familiar frutería. Después,
El Harveys, en donde todas las mañanas desayunaba dos huevos estrellados con
tocino y una rebanada de tomate. Entré de inmediato lleno de gusto. Me vi
desayunando en casi todas las mesas. Casi veía mi imagen. Desayunaba y leía,
tantas mañanas.
Salí del
restaurante y apareció la puerta del edificio de mi antiguo colegio. Estaba
cerrado y no entré. Enseguida, la tienda de donas, donde Inma y yo nos conocimos.
Como está apenas a un lado del colegio, los estudiantes íbamos por nuestra dona
y café en el descanso, actividad que me permitió conocer su bellísima voz, su
piel morena y sus ojos aceituna.
Fue muy curioso
encontrarme con los teléfonos públicos. Al momento de verlos, recordaba a quién
le había hablado de ahí, aproximadamente en qué fecha y de qué habíamos
hablado. Apareció uno y con él una llamada con mi madre. Fue una noche y casi
recuerdo todas sus palabras.
Después, el
banco en donde cambiaba mis cheques de viajero. Todo en su mismo lugar. Llegó
el momento de cruzar el parque y fue ahí en donde me invadió una nostalgia muy
aguda: Bukowski apareció de nuevo con tanta fuerza que sentí pavor. Casi lo
sentía respirar, pues en ese parque era en donde me sentaba a leerlo tardes
enteras. Mi mente trabajaba a marchas forzadas. Finalmente logré cruzar. Me
encontraba a dos cuadras de mi casa y yo caminaba entre asustado, emocionado,
triste, feliz, pensativo y expresivo. Tenía 20 años y tenía 22 y a veces era un
ángel y en otras un sufrido mortal.
Me paré frente
a mi hogar. ¡Hola papás! ¡Hola Nilgún, hola Irfán! ¿Nadie? ¿Nadie? La fachada
despintada, el pasto con hierba mala, tan crecido. Sucio aquí y allá. Me acercé
con cuidado a la puerta, toqué con inseguridad. Nada. Asomé a la ventana sin
cortina y encontré vacío. Era tan visible que la casa estaba abandonada y no
obstante volví a tocar. Esperé. ¿Por qué no me abrían? ¿Qué pasaba? Toqué de
nuevo. Me asomé por las ventanas y mi casa estaba sin muebles, sucia,
descuidada, tan sola. ¿Habría algún recado para mi? Mi cuarto, en el segundo
piso, ¿seguiría tal cual lo dejé? Sentí inseguridad. Después terror. Nadie
estaba ahí para recibirme. Nadie me esperaba. ¡Nadie se contentaba con mi
regreso! La casa casi en ruinas me provocó una soledad asfixiante. No pude
seguir ahí. Di algunos pasos atrás y la vi de nuevo, como reclámandole. Yo
quería entrar, que Nilgún me abrazara y me dijera baby como tan cariñosa y
maternalmente me decía. Que Irfán me ofreciera un apretón de manos y se
sintiera orgulloso de mi. Que su pequeño Hassan, ya más grande, me reconociera
y se sentara junto a mi. Que me prepararan de cenar y que comieramos pastel.
Que recordaramos viejos momentos y malos ententendidos entre risas y añoranzas.
Yo entraría a mi antiguo cuarto, me tumbaría en la cama, cerraría los ojos, me
estiraría y me sentiría como en casa. Porque estaba en casa.
Pero ése calor
ya no existía. Eran recuerdos en ruinas. Decidí marcharme, era doloroso. Meditabundo,
confuso y triste, caminé otra vez. Tomé el tranvía para dirigirme a la Universidad
de Toronto, en donde entraba clandestinamente al salón de las computadoras. Yo
tenía 20 años y parecía (era) estudiante, aunque yo de un colegio particular
más bien gachón que no tenía centros de cómputo y la Universidad contaba con
cientos de monitores disponibles y veloces para ser usados. Me hacía pasar por
estudiante caminando con seguridad y haciendo parecer que sabía perfectamente
lo que hacía. En aquel lugar escribí mis polémicas Cartas Torontinas que
provocaron tantas cosas. Más malas que buenas.
Fuera de la
Universidad, en un pasillo, cuando le compartí mi secreto clandestino a Inma
del uso de computadoras gratis, conocí su versión más hermosa y fue cuando
mencioné:
- Así es como
te quiero recordar siempre. Con tu pelo ondeando, con esa sonrisa. Morena y
verde a la vez. Cuando te recuerde en el futuro, te recordaré así, exactamente
como estás en este momento.
- Vale -
recuerdo que contestó con su tono castellano.
Hasta la fecha
he cumplido.
Tras dejar la
Universidad, tomé el fabuloso metro de la ciudad. Es muy elegante y limpio,
como ninguno en el mundo. Innumerables memorias también. Finalmente llegué a
Chinatown. Miguel y Julio nunca aparecieron y me sentí un poco desesperado.
Pero opté por ir caminando al Parlamento, que no está muy lejos y, ahora sí,
comer el dichoso hot dog que, creeme, es lo más delicioso que he probado en mi
raquítica vida. De las cosas que contanto entusiasmo quería hacer, fue lo único
que logré. El hot dog. ¡Pero qué hot dog!
Con la pancita
llena y el corazón descontento, regresé al Chinatown. Miguel y Julio ya me
esperaban y ciertamente ellos habían también cenado en otro lugar. Los muy
méndigos. Buscamos un buen bar y nos contamos nuestro día, ellos más bien
turistearon.
Ya en el hotel,
abrí la ventana de nuestro cuarto. Toronto de noche. Mi segunda ciudad. Llena
de fantasmas. De pasado. De recuerdos y memorias. Llena de Inma. Llena de
Bukowski. Impresionantemente llena de Inma y de Bukowski. Nilgún, Irfan, Hassan…
¿en dónde estarán? ¿Vivirán aquí o regresaron a su tierra? ¿Se acordarán alguna
vez de mi? ¿Quién, en esta inmesa ciudad, sabe que estoy aquí? Qué regresé. ¿Alguien
se imagina que me siento como me siento?
Toronto y sus
calles y sus tiendas y sus transportes públicos, todo tan mío y tan ajeno.
Bien dicen que
no regreses al lugar en el que fuiste feliz.
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