Cartas en Montreal XXV
QUE TRATA DE CUANDO AGAPO BUENDÍA HACE EL PEOR DESAYUNO DE
SU VIDA, SE ENCUENTRA CON UN FANÁTICO DE LA REIGIÓN Y PELEA CON IGOR, CON QUIEN
YA TAMPOCO SE HABLA.
Te comenté de mi nuevo lugar para escribir en el Tim
Hortons por tener una vista maravillosa hacia el puerto. He dejado sin embargo el
café y ahora me encuentro sentado en el puerto mismo. Frente a mí hay un enorme
barco de carga que descansa de su travesía marítima. A unos metros de mi árbol
suena con entusiasmo el tamborileo de música africana y es lo que rodea el
ambiente. Este sitio me recuerda a Fermina Daza y Florentino Ariza, personajes
de El Amor en los tiempos del cólera, ya que fue aquí en donde leí poco menos
de la mitad del libro aquella tarde en que falté a clases. Y dado que la
historia también se desarrolla en un puerto (aunque no tan elegante como éste,
sino más bien bananero) con el barco frente a mi, con su vanidad y recato,
revive con mayor entereza a citados personajes, que desarrollan su tórrido y
vetusto amor dentro de la nave.
Hay dos cosas que me frustan y de esas dos cosas se deriva
una tercera: la primera es que me tenga lástima. La segunda, es que cosas que
comúnmente hago bien, me salgan mal en presencia de terceras personas. Y la
mencionada tercera cosa es, que sientan lástima por mí, por hacer algo mal,
¡que yo sé que hago bien!
Parece trabalenguas. Pero así es.
Por ejemplo, ayer en el desayuno: la mayoría de las veces
me lo preparo solo y me sale delicioso. Los señores trabajan temprano y antes
de pasar por casa de Mr Jean me cocino un huevo con tocino, o revueltos con
jamón o me invento algo con lo que haya en el refrigerador. Hago y deshago
tranquilo antes de irme a clases, a veces cantanto y a veces en silencio por
toda la cocina. Por la misma diferencia de horarios y actividades, te he
hablado poco de Alexandra, la esposa de Juan Carlos, hijo de Mr Jean y dueño de
la casa en donde realmente vivo. Ella es de Quebéc, quizá de 30 años y habla
poco inglés, pues su lengua materna es el francés. Pero ayer tuvo día libre en
el trabajo, de modo que cuando entré a la cocina para prepararme de desayunar
antes de irme a la Academia, la señora estaba ahí fumando un cigarro. Nos dimos
los buenos días con coordialidad y en seguida puse a calentar el sartén.
- ¡Ooooh! ¡Pobre de ti! - dijo en su mal inglés- no está
aquí tu mami para hacerte el desayuno.
- Ah, jeje, no, pero está bien, yo me sé hacer – respondí
con sonrisa estúpida, con la típica cara de queriendo caer bien, cosa que
detesto.
- ¡Ooooh! !Pobre de ti! – exclamó entre burla y
preocupación, mientras daba otra calada al cigarro.
- Ah, no, jeje, de verdad no hay problema, me hago un huevo
rápido y ya, jeje.
- ¿En serio sabes cocinar?
- Sí, jeje, bueno no, cocinar no. Pero hacerme un huevo o
algo sencillo sí sé. No hay problema.
Así que puse los huevos en el sartén y metí dos panes a la
tostadora. Mi idea era prepararme huevos estrellados. Decidí omitir el tocino
porque es tardado y la verdad quería largarme lo más rápido posible de las
preguntas inquisitivas de la señora. Saqué un vaso, le puse hielo y me serví
jugo de naranja. Aquí no entienden por qué le pongo hielo a todas las bebidas,
pero nadie acaba de entender que soy lagunero y que en el desierto le ponemos
hielo a todo. Enseguida traté de mover un poco el huevo para que se cociera
mejor, pero algo pasó que las dos yemas se me reventaron. Quise, según yo,
remediarlo moviendo la pala un poco más pero el resultado fue una bola de huevo
con chorros amarillos brotando de su interior y con la superficie quemada.
- ¡Ooooh! ¡Pobre de ti! - dijo la señora - ¡se te quemó el
huevo!
En eso, al instante, los dos panes, negros, saltaron del
tostador acompañados de humo con su respectivo olor a quemado.
- ¡Ooooh! ¡Pobre de ti, se te quemaron los panes!
Era cierto. Los panes estaban negros ¡Negros! Y yo los
odiaba. Odiaba tanto que fueran negros. No soportaba verlos. Deseé nunca
haberlos metido a la tostadora. Jamás se me habían quemado los panes, rara vez
se me reventaban los huevos y ahora todo era caos y destrucción a mi alrededor,
rompía todo lo que tocaba.
- ¡Ooooh! Pobre de ti - repitió - tu mami no esta aquí para
hacerte de desayunar.
Fue lo peor que pudo decir. Maldije mucho, repetidamente.
Apagué la estufa, con la poca dignidad que me quedaba me serví la bola de huevo
medio quemado con chorros amarillos en el plato y, hasta eso, con mucho amor
propio, me serví los dos panes mulatos. Mi actitud era de rey en banquete.
Corté el huevo, el pan y comencé a desayunar. Lo único que sabía bien era el
jugo con hielo. Méndigo Adán, lo que nos haces sufrir a todos por morder
aquella manzana. La señora dio una última bocanada, se levantó de su silla tras
observarme como si yo fuera el Chanfle y decidió meterse a bañar. Por mi parte
logré terminar mi plato, lo lavé y por fin salí de mi casa.
Sé que tampoco era para tanto, pero duré enojado todo el
trayecto que hago caminando hacia el metro. Conmigo. Con ella. Con sus palabras
de medio burla, medio preocupación. Con los pinches huevos rebeldes. Con el
puto pan. Con el sartén. Con la tostadora y hasta con el jabón cuando al final
lavé mi caótico desmadre.
Ya instalado en mi asiento del metro, rumbo a la Academia,
se sentó a mi lado un hombre de raza negra. Vestía traje, corbata y portaba un gafete.
Comenzó a sacarme plática y desde un principio yo sabía hacia dónde conduciría
la conversación. Finalmente mi intuición se hizo realidad:
- Amigo, ¿crees en Dios?
Antes de continuar el relato te digo, o más bien te
recomiendo, que cuando te haga esta pregunta un fanático de la religión, seas
creyente o no, seas practicante o no, sean tus creencias las que sean, responde
que sí, que sí crees en Dios. Te ahorrarás, créeme, montones y montones de
palabras, discusiones, posturas, pleitos, controversias, polémicas, intentos
persuasivos, miradas extrañas y más y más palabras. No hablaré aquí de mis
creencias ni de mi forma de pensar, que es más bien compleja y aún poco
definida. Ese sería otro tema muy aparte. Sólo te diré que soy un apasionado de
la Biblia y en especial de la vida de Jesús, a quien como personaje histórico
admiro. Y que pienso que nunca creeré en algo definido y en concreto sino que
mi búsqueda será continua, de por vida, evolutiva y que eso será por demás
enriquecedor. Sea como fuere, mi respuesta fue:
- Sí, claro, ¿quién no cree en Dios? – fingí ignorancia.
- ¡Cuánto me alegro! - contestó.
Siguió con sus letanías de por qué Dios es todo lo que hay
y yo me limité a escuchar, pues no había otra cosa qué hacer dentro del metro.
Cuando me levanté y le dije que esa era mi estación, sacó un libro con el
título El Nuevo Testamento de Jesús. Luego alcancé a leer en letras más pequeñas
"Iglesia Mormona".
- ¡Toma! - me dijo - ¡Te lo regalo!
- No, no, gracias- contesté con una sincera sonrisa.
- ¡No rechaces la palabra del Señor! ¡Toma el libro!
Me di cuenta que de mi respuesta dependía el comienzo de
una absurda discusión o el poderme ir en paz, como era mi anhelo. Si respondía
mal, no me lo quitaría de encima hasta que me lograra convertir en mormón, cosa
que era un serio peligro, pues con lo que pasó en la cocina con los huevos y el
pan, mi fé se había seriamente debilitado. Además, dicen que soy un mamón, y ya
sería el colmo ser un mormón mamón, el juego de palabras sería insultante. De
modo que cortantemente, pero con educación, respondí:
- Qué amable, pero ya tengo una Biblia (cosa muy cierta,
tengo varias) pero ¡Gracias! ¡Adiós!
Y salí de ahí.
En clase tampoco me fue bien, pronuncié mal todo, mi
ortografía en francés es pésima y salí por demás fatigado. Te imaginarás que el
que se me pusiera en frente iba a pagar los platos, y afortunadamente fue el
más indicado, el pesado de Igor. Entrada la noche, me encontraba en la cocina
de Mr Jean calentando mi comida en aparente calma, muy concentrado, como
esperando a que pasara una mosca para fulminarla con el fuego de mis ojos.
Entró Igor. Pobre. Y, también él para qué le busca, comenzó: que por qué hablo
inglés en la casa si fui a estudiar francés. Yo callado; que simplemente gasté
el dinero, que no aprovecho para practicar mi francés. Yo callado; que por qué
no hablo con él en francés, que podríamos practicar, que por qué prefiero
pasármela solo. Yo callado; que no entiende cómo pude haber hablado la otra
noche dos horas por teléfono con mi amiga. Yo callado; que sólo me fui a
divertir, que cómo es posible, que no entiende ni esto ni lo otro de nosotros
los mexicanos; que...que...que...
Te puedo decir que mientras yo le gritaba cosas, Miguel y
Yered estaban doblados en el suelo de la risa. Le puse un límite, le regresé
las reclamaciones, mi cara era roja y mi inglés muy torpe por el intenso coraje
que me había conquistado. Hasta Mr Jean se asomó con morbo y se agregó a mis
risueños hermanos, poco les faltó para prepararse unas palomitas. Pero ya era
necesario hacerlo. Igor no me conoce, no sabe mi historia, lo tremendamente
difíciles que han sido los últimos años, desconoce mi destierro e ignora lo que
realmente es importante para mí.
Salió de la cocina diciendo una mala palabra en hebreo que,
Julio me dijo, pues ya se había agregado al griterío, era una maldición similar
a la mentada de madre. El muy cobarde me lo dijo yéndose y en un idioma que no
entiendo. Como Julio, Miguel, Yered y Mr Jean estaban más que contentos por el
show gratuito, no me quedó otra que reírme también. Por fin me había desahogado.
Sea como sea, en tres días he tenido dos discusiones
fuertes con miembros de la casa. Ni con César ni con Igor cruzo palabra y, a
decir verdad, me gusta más así.