lunes, 3 de junio de 2013

Carta 25


Cartas en Montreal XXV

QUE TRATA DE CUANDO AGAPO BUENDÍA HACE EL PEOR DESAYUNO DE SU VIDA, SE ENCUENTRA CON UN FANÁTICO DE LA REIGIÓN Y PELEA CON IGOR, CON QUIEN YA TAMPOCO SE HABLA.


Te comenté de mi nuevo lugar para escribir en el Tim Hortons por tener una vista maravillosa hacia el puerto. He dejado sin embargo el café y ahora me encuentro sentado en el puerto mismo. Frente a mí hay un enorme barco de carga que descansa de su travesía marítima. A unos metros de mi árbol suena con entusiasmo el tamborileo de música africana y es lo que rodea el ambiente. Este sitio me recuerda a Fermina Daza y Florentino Ariza, personajes de El Amor en los tiempos del cólera, ya que fue aquí en donde leí poco menos de la mitad del libro aquella tarde en que falté a clases. Y dado que la historia también se desarrolla en un puerto (aunque no tan elegante como éste, sino más bien bananero) con el barco frente a mi, con su vanidad y recato, revive con mayor entereza a citados personajes, que desarrollan su tórrido y vetusto amor dentro de la nave.

Hay dos cosas que me frustan y de esas dos cosas se deriva una tercera: la primera es que me tenga lástima. La segunda, es que cosas que comúnmente hago bien, me salgan mal en presencia de terceras personas. Y la mencionada tercera cosa es, que sientan lástima por mí, por hacer algo mal, ¡que yo sé que hago bien!

Parece trabalenguas. Pero así es.

Por ejemplo, ayer en el desayuno: la mayoría de las veces me lo preparo solo y me sale delicioso. Los señores trabajan temprano y antes de pasar por casa de Mr Jean me cocino un huevo con tocino, o revueltos con jamón o me invento algo con lo que haya en el refrigerador. Hago y deshago tranquilo antes de irme a clases, a veces cantanto y a veces en silencio por toda la cocina. Por la misma diferencia de horarios y actividades, te he hablado poco de Alexandra, la esposa de Juan Carlos, hijo de Mr Jean y dueño de la casa en donde realmente vivo. Ella es de Quebéc, quizá de 30 años y habla poco inglés, pues su lengua materna es el francés. Pero ayer tuvo día libre en el trabajo, de modo que cuando entré a la cocina para prepararme de desayunar antes de irme a la Academia, la señora estaba ahí fumando un cigarro. Nos dimos los buenos días con coordialidad y en seguida puse a calentar el sartén.

- ¡Ooooh! ¡Pobre de ti! - dijo en su mal inglés- no está aquí tu mami para hacerte el desayuno.

- Ah, jeje, no, pero está bien, yo me sé hacer – respondí con sonrisa estúpida, con la típica cara de queriendo caer bien, cosa que detesto.

- ¡Ooooh! !Pobre de ti! – exclamó entre burla y preocupación, mientras daba otra calada al cigarro.

- Ah, no, jeje, de verdad no hay problema, me hago un huevo rápido y ya, jeje.

- ¿En serio sabes cocinar?

- Sí, jeje, bueno no, cocinar no. Pero hacerme un huevo o algo sencillo sí sé. No hay problema.

Así que puse los huevos en el sartén y metí dos panes a la tostadora. Mi idea era prepararme huevos estrellados. Decidí omitir el tocino porque es tardado y la verdad quería largarme lo más rápido posible de las preguntas inquisitivas de la señora. Saqué un vaso, le puse hielo y me serví jugo de naranja. Aquí no entienden por qué le pongo hielo a todas las bebidas, pero nadie acaba de entender que soy lagunero y que en el desierto le ponemos hielo a todo. Enseguida traté de mover un poco el huevo para que se cociera mejor, pero algo pasó que las dos yemas se me reventaron. Quise, según yo, remediarlo moviendo la pala un poco más pero el resultado fue una bola de huevo con chorros amarillos brotando de su interior y con la superficie quemada.

- ¡Ooooh! ¡Pobre de ti! - dijo la señora - ¡se te quemó el huevo!

En eso, al instante, los dos panes, negros, saltaron del tostador acompañados de humo con su respectivo olor a quemado.

- ¡Ooooh! ¡Pobre de ti, se te quemaron los panes!

Era cierto. Los panes estaban negros ¡Negros! Y yo los odiaba. Odiaba tanto que fueran negros. No soportaba verlos. Deseé nunca haberlos metido a la tostadora. Jamás se me habían quemado los panes, rara vez se me reventaban los huevos y ahora todo era caos y destrucción a mi alrededor, rompía todo lo que tocaba.

- ¡Ooooh! Pobre de ti - repitió - tu mami no esta aquí para hacerte de desayunar.

Fue lo peor que pudo decir. Maldije mucho, repetidamente. Apagué la estufa, con la poca dignidad que me quedaba me serví la bola de huevo medio quemado con chorros amarillos en el plato y, hasta eso, con mucho amor propio, me serví los dos panes mulatos. Mi actitud era de rey en banquete. Corté el huevo, el pan y comencé a desayunar. Lo único que sabía bien era el jugo con hielo. Méndigo Adán, lo que nos haces sufrir a todos por morder aquella manzana. La señora dio una última bocanada, se levantó de su silla tras observarme como si yo fuera el Chanfle y decidió meterse a bañar. Por mi parte logré terminar mi plato, lo lavé y por fin salí de mi casa.

Sé que tampoco era para tanto, pero duré enojado todo el trayecto que hago caminando hacia el metro. Conmigo. Con ella. Con sus palabras de medio burla, medio preocupación. Con los pinches huevos rebeldes. Con el puto pan. Con el sartén. Con la tostadora y hasta con el jabón cuando al final lavé mi caótico desmadre.

Ya instalado en mi asiento del metro, rumbo a la Academia, se sentó a mi lado un hombre de raza negra. Vestía traje, corbata y portaba un gafete. Comenzó a sacarme plática y desde un principio yo sabía hacia dónde conduciría la conversación. Finalmente mi intuición se hizo realidad:

- Amigo, ¿crees en Dios?

Antes de continuar el relato te digo, o más bien te recomiendo, que cuando te haga esta pregunta un fanático de la religión, seas creyente o no, seas practicante o no, sean tus creencias las que sean, responde que sí, que sí crees en Dios. Te ahorrarás, créeme, montones y montones de palabras, discusiones, posturas, pleitos, controversias, polémicas, intentos persuasivos, miradas extrañas y más y más palabras. No hablaré aquí de mis creencias ni de mi forma de pensar, que es más bien compleja y aún poco definida. Ese sería otro tema muy aparte. Sólo te diré que soy un apasionado de la Biblia y en especial de la vida de Jesús, a quien como personaje histórico admiro. Y que pienso que nunca creeré en algo definido y en concreto sino que mi búsqueda será continua, de por vida, evolutiva y que eso será por demás enriquecedor. Sea como fuere, mi respuesta fue:

- Sí, claro, ¿quién no cree en Dios? – fingí ignorancia.

- ¡Cuánto me alegro! - contestó.

Siguió con sus letanías de por qué Dios es todo lo que hay y yo me limité a escuchar, pues no había otra cosa qué hacer dentro del metro. Cuando me levanté y le dije que esa era mi estación, sacó un libro con el título El Nuevo Testamento de Jesús. Luego alcancé a leer en letras más pequeñas "Iglesia Mormona".

- ¡Toma! - me dijo - ¡Te lo regalo!

- No, no, gracias- contesté con una sincera sonrisa.

- ¡No rechaces la palabra del Señor! ¡Toma el libro!

Me di cuenta que de mi respuesta dependía el comienzo de una absurda discusión o el poderme ir en paz, como era mi anhelo. Si respondía mal, no me lo quitaría de encima hasta que me lograra convertir en mormón, cosa que era un serio peligro, pues con lo que pasó en la cocina con los huevos y el pan, mi fé se había seriamente debilitado. Además, dicen que soy un mamón, y ya sería el colmo ser un mormón mamón, el juego de palabras sería insultante. De modo que cortantemente, pero con educación, respondí:

- Qué amable, pero ya tengo una Biblia (cosa muy cierta, tengo varias) pero ¡Gracias! ¡Adiós!

Y salí de ahí.

En clase tampoco me fue bien, pronuncié mal todo, mi ortografía en francés es pésima y salí por demás fatigado. Te imaginarás que el que se me pusiera en frente iba a pagar los platos, y afortunadamente fue el más indicado, el pesado de Igor. Entrada la noche, me encontraba en la cocina de Mr Jean calentando mi comida en aparente calma, muy concentrado, como esperando a que pasara una mosca para fulminarla con el fuego de mis ojos. Entró Igor. Pobre. Y, también él para qué le busca, comenzó: que por qué hablo inglés en la casa si fui a estudiar francés. Yo callado; que simplemente gasté el dinero, que no aprovecho para practicar mi francés. Yo callado; que por qué no hablo con él en francés, que podríamos practicar, que por qué prefiero pasármela solo. Yo callado; que no entiende cómo pude haber hablado la otra noche dos horas por teléfono con mi amiga. Yo callado; que sólo me fui a divertir, que cómo es posible, que no entiende ni esto ni lo otro de nosotros los mexicanos; que...que...que...

Te puedo decir que mientras yo le gritaba cosas, Miguel y Yered estaban doblados en el suelo de la risa. Le puse un límite, le regresé las reclamaciones, mi cara era roja y mi inglés muy torpe por el intenso coraje que me había conquistado. Hasta Mr Jean se asomó con morbo y se agregó a mis risueños hermanos, poco les faltó para prepararse unas palomitas. Pero ya era necesario hacerlo. Igor no me conoce, no sabe mi historia, lo tremendamente difíciles que han sido los últimos años, desconoce mi destierro e ignora lo que realmente es importante para mí. 

Salió de la cocina diciendo una mala palabra en hebreo que, Julio me dijo, pues ya se había agregado al griterío, era una maldición similar a la mentada de madre. El muy cobarde me lo dijo yéndose y en un idioma que no entiendo. Como Julio, Miguel, Yered y Mr Jean estaban más que contentos por el show gratuito, no me quedó otra que reírme también. Por fin me había desahogado.

Sea como sea, en tres días he tenido dos discusiones fuertes con miembros de la casa. Ni con César ni con Igor cruzo palabra y, a decir verdad, me gusta más así.

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