lunes, 17 de junio de 2013

Carta 33


Cartas en Montreal XXXIII

QUE TRATA DE CUANDO AGAPO BUENDÍA, JUNTO CON SUS AMIGOS, RENTAN UN CARRO, SE METEN AMONTONADOS EN EL Y, ENCOMENDÁNDOSE AL RECIENTEMENTE CANONIZADO SAN JUAN DIEGUITO, EMPRENDEN UN VIAJE A LA CIUDAD DE QUEBÉC.


Pensábamos que nuestro viaje estaba frustrado. Era domingo a las ocho de la mañana y en la renta de autos nos habían dicho que necesitábamos una tarjeta de crédito, la cual nadie tenía. Meditabundos y tristes, veíamos cómo nuestro ansiado viaje se alejaba y perdía en la nada. De pronto, porque sí, Giovanni dijo como despertando de un letargo:

- ¡Ah! se me hace que yo tengo una...... ¡Sí! ¡aquí está! Me había olvidado. Es para emegrencias.

Entonces rentamos el carro, un Taurus 2002 gris. Gris el carro, no el año. Entramos en el: Giovanni al volante, yo, por ser flaquito, en medio y Julia en el asiento copiloto. Atrás, Julio, Miguel, Yered y un tal Fernando.

Este tal Fernando es un mexicano de 26 años, amigo de Miguel. De vez en cuando visita la casa, pero yo no había tenido oportunidad de tratarlo. El plan de visitar Quebéc viene cocinándose desde hace semanas y realmente Julia y yo somos aquí los colados, por lo que su presencia en el carro fue obligada. 

Muy pronto me di cuenta que es el tipo de persona que me es tan difícil tolerar. Fue sorprendente que en todo el camino no paró de hablar de él. Todo era decir: “Yo he hecho esto y lo otro y ahora hago esta otra cosa para conseguir más, porque yo he visto tal y cual, así que voy a hacer esto y no se por qué tú no lo haces como yo, si al hacerlo haces lo correcto, mira sigue mi consejo, ve todo lo que he logrado...”.

Me desconecté de su voz, pues teníamos rato de haber tomado carretera y el camino sería de casi tres horas, las cuales dediqué a contar chistes a Julia y Giovanni, quienes rieron poco.

Finalmente, tras inventar juegos de palabras y concursos infantiles dentro del carro, con la voz de Fernando de fondo, arribamos a Quebéc. Miguel y yo habíamos estado aquí antes en viajes separados (yo en el 2001, cuando era habitante torontino) y sabíamos que lo mejor se encuentra en el viejo Quebéc. Las demás atracciones salen sobrando, pues el viejo Quebec es la zona más hermosa incluso de todo Canadá. Es la primer ciudad construida, con sus calles y casas antiguas hechas de piedra y multicoloreadas. Un enorme castillo vigila sus alrededores y permite ver a su lado un enorme lago que es bordeado por pequeños barcos que a su vez, pertenecen a diminutas casas de madera. Todas en diversos tonos, presumen sus ventanas coloreadas adornadas con telares artísticos. Quebéc tiene un atractivo olor a antiguo. Logra transportarte a épocas pasadas y la simple belleza del lugar deleita la mente, los ojos, la memoria y el espíritu.

Pero nuestros compañeros hicieron caso omiso de nuestras palabras y decidieron ir a pedir información a la oficina de turismo. Bueno, vamos para allá. No vamos a pelear tan temprano. Julia y Fernando comenzaron a preguntar al encargado por los puntos más atractivos. Éste inició su explicación diciendo lo bonito que es el viejo Quebéc, cosa que Miguel y yo ya habíamos expuesto. El de turismo tardó cerca de quince minutos en hacerlo. Después lo volvió a decir todo pero con diferentes palabras. En seguida, Fernando hizo una estúpida pregunta que provocó que volviera a explicarlo todo otra vez. El viejo Quebéc era tan bonito que no nos podríamos ir sin visitarlo.

Yo estaba desesperado, enojado, enfermo, fúrico, tenso, nervioso, colérico, rabioso. Ahí afuera nos esperaba una mágica ciudad de juguete con toda una historia que contar y dejábamos pasar el tiempo con absurdas y monótonas explicaciones. Llevábamos ahí cerca de cuarenta minutos. Cuando volví a acercarme al mostrador, el encargado les hablaba de las ballenas que se pueden ver a cuatro horas al norte de Quebéc. Fue cuando perdí los estribos. Todos ansiosos por partir de una buena vez y Julia y Fernando preguntando por las ballenas que lógicamente no veríamos ese día dada la distancia y plan que teníamos ya.

- ¡Ya! ¡por favor! ¡vámonos! ¡me voy a volver loco! ¡ya! ¡por favor, vámonos, vámonos! ¡Les juro que sí me da algo!

No sé qué milagro ocurrió pero por fin salimos de ahí. Caminando rumbo al carro, serios todos, Fernando le dijo a Julia con su patético tono pánfilo:

- Qué amable el joven, ¿verdad? Nos dio mucha información.

- Toda esa información estuvo de más - interrumpí con mi cara de María Félix a su máximo esplendor- no hicimos más que perder tiempo y es muy poco lo que estaremos aquí.

- No, no estuvo de más - dijo Fernando - es bueno saber que...

- ¡Sí! ¡Sí!, ¡Sí estuvo de más, no jodas! ¡Lo que vamos a hacer hoy, va a ser lo mismito que hubiéramos hecho sin venir a este pinche lugar! ¡Sólo tenemos un día aquí y hemos perdido ya una hora dentro!...
¡Y hablando de ballenas!

Ya no respondió. Giovanni calmó la situación diciendo que aún teníamos tiempo por delante y que intentáramos disfrutar del viaje. Minutos más tarde y por fin llegamos al viejo Quebéc. Todos opinaron al unísono que estando ahí, ya no hay otra cosa que quieras ver. La pequeña ciudad atrapa e hipnotiza con su interesante vejez. Muy pronto, comenzamos a caminar, pues es así como se conocen los lugares. Julio y yo nos separamos deliberadamente para ir a comer, pues además de mi casi incontrolable genio, traía hambre y ya le estaba contestando agresivo hasta a Miguel, que se puede decir es mi mejor amigo aquí. Encontramos un lugar lo suficientemente caro como para haber pagado 20dls al final por cada uno, pero así pasa cuando visitas un sitio nuevo. Me desahogué con Julio. Le expliqué que la presencia de Fernando me irritaba y que reconocía que mi reacción era irracional, aunque confesó que también se le hacía un pesado. Terminada la comida, fumamos nuestro respectivo cigarro y la sonrisa regresó a mi rostro. Mi mal humor había desaparecido y yo estaba de regreso.

Nos encontramos nuevamente con los demás y dedicamos la tarde a explorar la ciudad; caminar por sus añejas y románticas calles; pasear por sus pintorescas construcciones; curiosear en las tiendas; llenarnos del panorama y convivir alegremente. Me ha gustado mucho más esta vez Quebéc que cuando vine hace dos años, y eso que en aquella ocasión me dejó impresionado.

Casi al atardecer, regresamos al carro y había en el parabrisas una multa por estar mal estacionados. Treinta dólares que acordamos pagar entre todos, ¡Uf! Con lo pobres que andamos. Decidimos volver a Montreal porque había que regresar el carro temprano y Giovanni no quería manejar tan noche. Nuestro plan no incluía noche ni hotel, era de ida y vuelta. Había sido tanto el caminar que nos sentíamos seriamente cansados. Ahora Miguel se fue adelante con Julia y Giovanni. No sé si ya te lo había comentado, pero desde hace días Julia y Miguel son novios o como novios, pues aquí y en Europa el título importa poco. Durante toda la tarde, Fernando anduvo tras Julia, pues desde que la vio antes de iniciar el viaje babea por ella, de modo que dedicó la tarde a seguirla sin saber que tiene una relación con Miguel: Tomándole fotos, tratando de ser divertido (cosa que no logró), tratando de ser ingenioso (cosa que tampoco logró), tratando de ser galante (cosa que menos logró) y tratando de ser agradable (cosa que no logrará nunca).

De modo que en el camino de regreso, cuando iban ellos adelante, comenzaron a besarse y a viajar abrazados. Pude ver muy claramente cómo se rompía el corazón y hasta los pulmones de Fernando cuando vio aquél largo beso. Su triste cara era digna de capítulo que se queda en viernes de telenovela del Canal de las Estrellas. No pude evitar, sólo en mi mente y señalándolo con saña también ahí, reírme de él, como lo hace Nelson el de Los Simpsons: ¡Ah-ha!

Gracias a San Juan Dieguito, arribamos sanos y salvos a Montreal cerca de la media noche. Luego seguiría el pleito con Mr. Jean debido a la ausencia de comida, pero esa historia ya te la he contado. 

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