Cartas en Montreal XXII
QUE TRATA DE CUANDO AGAPO BUENDÍA ORGANIZA UN CINITOCLUB Y
LE PONE LA PELÍCULA AMORES PERROS A LOS INTEGRANTES DE LA CASA DEL BIG JEAN.
En una de tantas conversaciones después de la
cena, le platiqué a mis hermanos lo que acostumbro a hacer los viernes por la
noche en Torreón con mis amigos, tan cinéfilos como yo. Desde hace años,
apartamos tan noble día para ver cine y a tal actividad la hemos denominado “El
Cinitoclub”. La única regla es que debe ser cine de autor, aunque no
necesariamente de arte. De esa forma vimos todo Kubrick, Woody Allen, Kurosawa,
Scorsese, Coppola, Spielberg, por sólo mencionar algunos. También vimos sagas:
Star Wars, Rocky, Rambo, Karate Kid, Mad Max, El Señor de los Anillos, etc… Y
de esa forma, aunque ha parecido un proceso lento, hemos logrado ver bastante
cine y nos hemos cultivado. A mi grupo de amigos íntimos, que somos cuatro, se
fueron agregando novias, amigas de novias, gente nueva, interesada, a tal grado
que una reunión de ñoños llegó a tener proyecciones con hasta veinte personas.
Siempre en mi casa, pues tengo la mejor televisión y más espacio.
A mis nuevos hermanos les entusiasmó mi relato y
acordamos que daría nueva vida al maravilloso “Cinitoclub” aunque ahora en su
versión Montreal, pues la de mi casa en la Laguna ha perecido con mi ausencia.
Escogimos el martes, de modo que desde la tarde le pedí a Mr Jean que me
llevara a Blockbuster para utilizar su tarjeta y rentar Amores Perros.
La convocatoria fue muy gratificante, expliqué a
grandes rasgos lo premiada que había sido la película y apagando las luces, ya
acomodados todos en el suelo, cojines y sillones, nos dispusimos a verla. Pero
más que concentrarme en lo que acontecía en la pantalla, me interesaban y mucho
las reacciones de los no mexicanos, además de que yo ya la había visto. Ali, de
Arabia, la vio seriamente concentrado, tan callado como es él, pero con el
gesto de interés en todo momento; Veder, de Siria, parecía impresionado con la
violencia, especialmente con las escenas de las peleas de perros; Igor, de
Israel, milagrosamente (y lo digo muy en serio) ¡No habló durante toda la
proyección! La película es tan distina a lo que presenta normalmente Hollywood
que logró robar su atención. Yoshi, de Japón, se volteaba con repugnancia y su
amaneramiento en algunas escenas; Y Fernanda, la pequeña brasileña que juega
fútbol, no quiso terminarla.
Finalizó la película, hubo un largo silencio, nos estiramos
todos y me levanté a encender la luz. Casi de inmediato comenzó el ataque de
preguntas hacia Miguel, Yered, Gabriel y para mi, que somos los mexicanos:
- ¿En verdad así pelean sus perros en México? – Mr Jean.
- No, no es nada común.
- ¿Tan peligroso es ahí?- Julio, de Guatemala.
- En ciudad de México, sí. También en otras partes, no en
todas.
- ¿Tienen policía en tu país? – Igor.
- Sí, claro. Aunque no parezca, pero sí.
- ¿Por qué vosotros mexicanos no sois tan guapos como Gael
García?- Julia.
- Gael García no está tan guapo. – Aclaré.
- ¿Es famosa esta película allá? – Veder.
- Sí, claro. Estuvo nominada en el pasado Oscar a mejor
película extrnajera.
- ¿Has ido a una pelea de perros?- Fernanda.
- No. Ni yo. Yo tampoco. Yo menos – Contestamos los cuatro.
- ¿Los subtítulos en inglés fueron fieles al español? –
Yoshi.
- Sí, aunque se pierden muchas cosas, como expresiones y
malas palabras.
- ¿Hablaban con más maldiciones o con menos? – Alí.
- Con más.
- ¡¿Con más?!- Otra vez Alí.
- Sí, con más. Los mexicanos decimos muchas malas palabras.
Comentamos un poco más la película, externando puntos de
vista, abriendo cervezas, fumando y riendo. Volví a sentir la placentera
satisfacción que sentía con mis amigos de regreso en mi casa, cuando
terminábamos de ver alguna obra maestra de Kubrick y nos quedábamos en
silencio, tratando de digerir la cruel belleza que acabábamos de ver.
Decidimos irnos a un bar, fuimos todos, de alguna forma la
película nos unió un poco más y de alguna extraña forma los mexicanos sentíamos
que habíamos compartido algo muy íntimo. Pero la conversación se fue por otro
rumbo y yo ya platicaba a Julia mi indignación ante la capacidad de Miguel de
estar sonriente todo el tiempo:
- Y cuando fuimos a Toronto – le platicaba, pues aunque no
te lo escribí en la Carta correspondiente, pasó.- eran las cuatro de la mañana
y estábamos en el cuarto del hotel. Yo estaba despierto porque Miguel y Julio
roncaban mucho. De pronto, de la nada, Miguel abrió los ojos, se inclinó y
estaba muy sonriente. Le dije: “¡No puede ser! ¡debes estar loco! ¡¿De qué te
puedes estar riendo a las cuatro de la mañana cuando te acabas de despertar?!”.
Miguel no quitó su sonrisa, sólo volvió a recostarse y se quedó dormido de inmediato.
A las 7 de la mañana, cuando despertamos, ¡otra vez! ¡Con esa siniestra
sonrisa!
Una mujer que iba a nuestro lado se rió y con toda
familiaridad, me dijo:
- Perdón, no pude evitar escucharte y me ganó la risa, pero
lo contaste muy gracioso. Me imaginé al tal Miguel sonriendo todo el tiempo,
incluso al despertarse y tú todo asustado.
- Pues no te lo imagines - respondí- ahí está.
Lo señalé y Miguel, sonriendo, se acercó a nosotros:
- ¿Qué? ¿Que yo qué?
Y al ver al personaje de mi relato en carne propia haciendo
lo que conté que hacía, volvió a reír. Resultó que era de Acapulco, también
estudiante y que se dirigía a una fiesta. Se agregó a nuestra conversación. Más
tarde Julia decía:
- Y yo todo el día con estos tíos, se me va a pegar el
acento mexicano. Qué inglés, francés, ni qué nada. Yo volveré a Madrid hablando
mexicano.
A lo que la acapulqueña replicó:
- ¡Sí! ¡así pasa! con los canadienses que vivo ya dicen
"ira", “chupe” y "picsa". ¡Ya se los pegué!
- ¡Ooooorale! - pensé.
- No conozco esas palabras – dijo Julia extrañada. ¿Por qué
vosotros nunca las habeís pronunciado?
- Te explico luego – respondí bastante serio. Bueno –
dirigiendome a ella- Aquí nos bajamos. Gusto en conocerte. Adiós.
Bajamos del autobus. Alcancé a Julia para aclararle que las
personas decentes como nosotros no nos expresábamos de esa forma y casi
enseguida me puse a caminar muy erguido y correcto. De inmediato una lluvia de
sapes aterrizó en mi cabeza y frente, al mismo tiempo que Miguel y Yered me
decían: ¡Chale carnal, bájele a lo chenrrys!
Tras haber caminado un poco más, encontramos el bar de mis
amores, el Peel Pub. Ahora es su versión Montreal. En Toronto, era el lugar que
más frecuentaba: bastantes borracheras, conquistas, tomatazos y escritos saqué
de ahí. Desconocía que había uno aquí, así que mi emoción fue genuina.
Entramos. Nos sentamos en la barra y pedimos jarras de cerveza, la conversación
fluyó fraternalmente. Ahí estábamos. Todos tan distintos, tan lejanos, tan
culturalmente opuestos y ahora tan amigos.
No supe muy bien a qué hora pero ya estábamos en otro bar y
yo bailaba cumbia con Fernanda en una pista de colores. Era divertidísimo
hacerlo. Hicimos pasos bobos, trenzamos los brazos, dimos vueltas y parecíamos
en un festival de la alegría. Terminó la canción y Julio le pidió bailar. Así
lo hicieron. Más tarde, Julio intentó besarla y Fernanda respondió el beso. Se
están besando, pensé. Curiosamente, me les quedé viendo de más, como si fuera
la primera vez que veía a dos personas besarse. Yo, tan besucón. El beso me
tomó desprevenido en tan agradable ambiente de fraternidad. A mi lado estaba
Yered, a quien pregunté:
- ¿Se están besando?
- No pendejo, están jugando ping pong.
- Ya.
Casi de inmediato Miguel y Julia hicieron lo propio. Quedé
perplejo, todo mundo se besaba en Montreal. Quizá era una forma de
contrarrestar la violencia de Amores Perros.
-
No mames –
dije a Yered- ¿también se están besando?
-
No, mega
puñal, están jugando ajedrez.
Yo también quería besar a alguien, era imponderante. El
deseo se me metió al cerebro como una obsesión y no podía controlarlo. Tomé una
decisión. Terminé mi botella de cerveza. Avisé a Miguel y Julia que me iba, no
sin antes echarles carrilla por el inesperado beso. Salí del bar, caminé dos
cuadras, detuve un taxi, subí y le di indicaciones. Muy pronto llegué a mi
destino.
Esperaba con ansia que esa noche Natalia no hubiera salido.
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