miércoles, 12 de junio de 2013

Carta 31


Cartas en Montreal XXXI

QUE TRATA DE CUANDO AGAPO BUENDÍA, JUNTO CON TODOS SUS AMIGOS, ASISTE AL MEJOR ANTRO DE MONTREAL EN DONDE, POR ALGUNA EXTRAÑA RAZÓN, ES TRATADO COMO MAGNATE.


Eran ya muchos los días en que Yered sólo hablaba de la misma cosa: decía y decía que conoció al gerente del 737 y que lo había invitado cuando él quisiera con tres personas más como compañía. El 737 es el mejor antro de Montreal. Ahí no entra cualquiera. Se tiene que ir uno con sus mejores garras y se encuentra ubicado en el último piso del edificio más alto de Montreal. Un antro de élite.

Fue por eso que no hacíamos mucho caso a Yered cuando nos hablaba, casi todos los días, insisto, de que había sido invitado por el gerente del 737 a ese lugar pues, aunque a Yered lo tengo en gran estima, sus movimientos son bruscos, toscos, con gran manejo del albur chilango y un terrible acento defeño que contrasta notablemente con lo sofisticado del antro, el elitismo que maneja y el estirado snob que seguramente el citado gerente tiene.

No obstante que Yered tiene 16 años -6 menos que yo-, se preocupa por mí y busca la manera de ejercer una extraña protección: cuando se me termina el dinero en alguna salida, él me compra la cerveza o me paga la cena, busca mi consejo y siempre anda viendo el modo en que todos salgamos juntos. Un excelente tipo este Yered. Su sinceridad y buen corazón opaca por mucho su en ocasiones facha.

Pero aquél viernes apareció en la cocina vestido a la línea. Todos nos quedamos mudos al verlo reluciente. Camisa y pantalón de vestir. ¡Zapatos! Bien peinado y sin cadenas de oro colgando. Parecía otro. Ya estaba oscureciendo y él estaba listo.

- ¿Y tú? - preguntó Miguel - ¿a dónde vas tan galán?

- Pos que al siete tres sieteeeeeee, si les he estado dice y dice- contestó arrastrando las palabras con su acento chilango.

- ¿Sí es de neta? - pregunté.

- ¡Oooh, que ya te dije que si!- siguió con su chilanguéz.

- ¿Neta, neta? – yo hacía gran uso del castellano.

- Neta, neta, cabrón. – Contestó con mi misma delicadeza al hablar.

- Pinche bato acá, mentiroso- Miembros de la Real Academia, ¡adóptenme!.

- Pss, es mas güey, vente conmigo y me cae (cai, dijo) que entras de a grapa y sin hacer fila- propuso.

- Oras - respondí.

Yered estaba tan bien vestido que todos creímos que sería cierto y el plan se volvió masivo. Fuí a mi otra casa para vetirme con mis mejores harapos: camisa y pantalón de vestir, zapatos boleados y saco. Todos hicieron lo mismo en su debido tiempo y cuarto. Nos volvimos a encontrar en casa de Mr. Jean para irnos juntos. Así que ahí íbamos: Yered, Miguel, Julio, Gabriel, César, Giovanni, Julia, Veder y Agapo. Nada más Alí, Yoshi e Igor no fueron, tal era el entusiasmo por acceder a tan famoso centro de convivencia social.

Tomamos el camión y Yered me dijo en corto:

- Mira güey, tú me ayudas con el inglés cuando hablemos con los de seguridad de la entrada y yo te paso conmigo.

- Ya estás – respondí.

- ¡Me estáran esperando dos españolitas arriba y con mesa, carnal!

- ¡Ya estás! ¡y hasta peinao pa´ tras!

El resto del camino lo dediqué a enseñarle a Veder a decir: ¡A huevo! Recuerda que él es de Siria y por alguna extraña razón los mexicanos enseñamos al extranjero sólo este tipo de palabras o expresiones, aunque sí que nos dio risa cuando el venezolano Giovanni le preguntó en inglés si iba a beber en el antro, a lo que inmediatamente Veder respondió, seguro de sí mismo y acentuando las palabras:

- ¡A huevo!

Todos envidiamos tan férrea voluntad a la hora de disponerse a beber, pero mis risas duraron poco porque Julia me volvió a regañar:

- Tú, con tanto que sabes, tanto que tienes que compartir y sólo enseñas cosas malas e inservibles, 
¿verdad?

- A huevo no es cosa mala. Es afirmar algo de lo que estás muy muy seguro, ¡nada más!

- ¿Es cierto lo que dices?

- ¡A huevo!

Bajamos en la estación del metro correspondiente tan bien ataviados que parecía íbamos a la entrega del Oscar como nominados. El edificio en donde se encontraba el 737 no estaba muy lejos y caminamos. Encontramos una larga fila que se formaba desde la entrada y daba vuelta a la cuadra, tal era la convocatoria esa noche. Yered saludó a sus dos españolas que no lo esperaban arriba, sino que estaban formaditas, hasta la cola, esperando. Me jaló con él y nos dirigimos hacia donde se encontraban. Saludó e hizo las debidas presentaciones. Irene, Ana, Agapo, Agapo, Ana, Irene. La última era la más guapa y fue con quien entablé conversación. Me percaté en su nariz, tan delineada, fina, esculpida y perfecta que se lo mencioné varias veces. Gracias, gracias, qué pena, pero gracias, gracias, respondía sonrojada.
Todos se formaron con algo de resignación por lo largo de la fila, pero Yered nos dijo a las españolas y a mí que lo acompañáramos directamente a la puerta, de modo que lo hicimos ante la protesta de nuestros demás compañeros. A estas alturas yo le creía todo y era como mi jefe.

- Mira güey - me dijo Yered- dile al monigote de la entrada que somos invitados de Andrés Abdun.

Así que me planteé, muy digno, frente a los guardias de seguridad. Ellos me observaron con extrañeza y hartazgo, pensando con qué fantasía iba a salir. Estaban cansados de su mismo trabajo, fin tras fin de semana. Eran dos enromes negros muy bien vestidos, con pendientes y musculatura por todas partes.

- ¡Hola! - dije en inglés -somos invitados de Andrés Abdun.

- ¿Cuál es tu nombre? – Preguntó secamente, casi se me enfría el corazón.

- Yered - mentí, pero de todos modos él estaba a mi lado.

Sacó un papel, buscó algo en el y finalmente dijo:

- ¡Adelante por favor! A su derecha se encuentra el elevador.

¡Funcionó! Me sentía Ali Babá acabando de decir las palabras mágicas que abrían la bóveda del tesoro. ¡Yered! ¡Méndigo Yered, eres mi ídolo! ¡Sé mi mejor amigo toda la vida! Así que ahí íbamos. No dejé de notar la positiva impresión que esta acción causó en Ana e Irene y pensé que el balón estaba de nuestro lado. Esa nariz sería mía tres veces en menos de lo que cantara un gallo. Los demás, perplejos, sabían que estarían formados quizá una hora más, y veían cómo pedíamos alegremente el elevador para subir el rascacielo hasta su último piso. Ese Yered lo había hecho bien. Lo invitaron sólo con tres acompañantes y las españolas y yo habíamos sido sus elegidos. El cómo conoció al gerente de semejante lugar, es todavía una incógnita que se niega a platicar.

El elevador arribó al último piso, salimos de el y disfrutamos del panorama. Pedimos de inmediato cerveza y nos acercamos a la orilla para contemplar la maravillosa y espeluznante vista de todo Montreal. Era increíble. Ver esta hermosa ciudad, de noche y a semejante altura me causó gozo, pánico y la adrenalina me comenzó a visitar. Estaba muy emocionado por estar ahí. Tenía a mi lado a Irene, que me acompañaba a todos los puntos desde donde se veía la ciudad. No sólo es una nariz perfecta, también resultó ser una mujer interesante y accesible a reír. Me hizo preguntas sobre mi vida y mi emoción provocaba que yo respondiera de forma creativa y graciosa. Ella reía, yo reía y su nariz era perfecta. Estábamos en Montreal. Pedimos más cerveza, bailamos un buen rato, encontramos a nuestros amigos que finalmente subieron y reímos toda la noche.

Irene y yo encontramos una terraza con un cómodo sillón y decidimos descansar. Comentábamos lo cosmopolitas que eran las mujeres del lugar, con vestidos tan extraños, peinados distintos y diversas formas de bailar. Había pluralidad de ideas y expresiones y eso nos encantaba. Tomé su mano. Ella accedió y entrelazamos los dedos. Reí. Rió. Ella comentó lo cara que estaba la cerveza allá arriba, y respondí que en efecto, sus dos bebidas y las dos mías me habían dejado sin dinero, que el rico aquí era Yered. Volvimos a reír y ahora la abracé y en un instante nuestros labios estaban juntos. La estaba besando. Agapo Buendía besando españolas, alguien tenía que ponerme un alto. Nos separamos y nos abrazamos con cariño. ¿Por qué? ¿De dónde? Es imposible saberlo, nos acabábamos de conocer. Volví a besarla, después otra vez. Le pedí permiso de morderle la nariz, no quiso. Le dije que sería despacito, que tenía que hacerlo tres veces antes de que amaneciera porque así estaba escrito en la bóveda celeste. Le gustó la explicación y me permitió hacerlo. La mordí, con ternura, con cuidado. Después una segunda vez y una tercera. Quería mascar la nariz pero tuve que contener mis impulsos. Los dioses me querían. No era el más apto, fallaba en muchas cosas, pero les caía bien.

Yered llegó con dos cervezas, una para mi y otra para Irene. Nos estuvo surtiendo toda la noche, tiene ganado el cielo, si ha sido malo yo le cedo mi lugar. Ya no nos movimos del sillón, no teníamos por qué hacerlo: contemplamos la ciudad, bebimos, charlamos y nos besábamos de cuando en cuando.

Ahí estaba yo y me llamaba Agapo Buendía, en el mejor lugar de Montreal, en lo más alto del más grande edificio de la ciudad, con una mujer bellísima, con cerveza en la otra mano, sintiéndome feliz, conversando y admirando su inteligencia, fumando el respectivo y sabroso cigarro, ahí, sin saber para qué había nacido, de dónde venía todo esto, ni qué papel jugaba yo en la historia de la humanidad. La vida me regalaba cosas. Era pobre y disfrutaba como rey.

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