Cartas
en Montreal XXI
QUE TRATA DE LAS NULAS CUALIDADES DE AGAPO BUENDIA, Y DE
CÓMO, EN TIERRAS TAN REMOTAS, VE A LO LEJOS A DOS PERSONAS VESTIDAS CON LA PLAYERA
DEL SANTOS.
Dado que al dejar el Tokyo Bar la noche anterior
había visto a mi maestra a la distancia más bien borracha, con descuido y
riendo con estruendosas carcajadas, a la mañana siguiente cuando me saludó con
su rutinal y elegante (aunque esta vez crudo):
- Bonjour!
Le contesté con todo el veneno de mi signo
escorpión:
- Salut!
Expresión que también se vale en el francés como
saludo, aunque sólo con las personas a las que ya se les tiene confianza, pero
la cosa aquí era sacar un poquito de humor negro.
La Academia hizo una (otra) excursión a un
parque y ahí íbamos. Otra vez, todos en grupo, todos caminando, todos lelos.
Llegamos y la maestra nos pidió hacer un círculo en el césped e increíblemente
cada dinámica que hacíamos era más estúpida que la anterior. Una de ellas trató
de decir las cualidades de tal o cual alumno. La méndiga de mi maestra me
seleccionó como el primero al que le serían dichas sus virtudes, sonrió, juntó
sus manos sádicamente emocionada y estrujó sus hombros como si le hubiera
dado
un escalofrío.
- Veamos –propuso en su atinado francés- ¿quién
quiere decir una cualidad de Agapo?
Nos volteamos a ver con resignación. Luego
era sólo a mi a quien veían. Silencio. Los ojos de mis compañeros me analizaban
con serio escrutinio, como si yo fuera un maniquí que acabara de cobrar vida,
pero no decían nada. Una ardilla subió a un árbol. Vi pasar a los lejos un
carro azul y después uno blanco. Volteé a ver a una de las japonesas de mi
salón e hice una mueca, esperanzado que al hacerla alguien comenzaría a hablar,
pero nada, yo era el objeto más observado en silencio del universo entero.
Mi maestra insistió:
- ¡Despierten! El juego trata de decirle a Agapo
sus cualidades, ¿quién quiere comenzar?
Más silencio. Un pájaro voló por encima de
nuestro círculo. Escuché cómo se rompió una pequeña rama, seguramente cerca de
nosotros. Pensé en qué tan lejos pudiera estar la rama para haberla podido
escuchar desde donde me encontraba. Alguien tosió. Un compañero se rascó el
cuello. Estaba experimentando la peor cruda de mi vida.
- ¡Vamos! ¿Es que Agapo no tiene cualidades? –
Espetó la maestra.
Todos rieron al unísono, incluso yo, mientras
agarraba la punta de mi tenis para estirarla hacia arriba, medio ya
desesperado.
- Bueno- dijo Andy- Es impuntual.
El aire en el cielo. Las hojas en los árboles. Las
once de la mañana.
- ¿Impuntual? - repitió mi maestra - Esa no es
una cualidad, es un defecto.
- Oooh- Respondió Andy decepcionado.
Más silencio. A lo lejos vi otras dos ardillas,
una correteaba a otra y me hizo recordar algo. Medio que sonreí. Una japonesa
que estaba de mi lado derecho tomó una hoja del césped y se puso a partirla en
trozos cada vez más pequeños. Envidié tanto poder hacer eso en ese preciso
instante, querdía dedicar el resto de mi vida a ello. Tener jardincito entre
mis dedos y triturarlo. Se escuchó el ruido de un motor.
- A mi me gustaría decir algo de él - dijo
milagrosamente la maestra, intuyendo que su actividad estaba destinada al
fracaso- me parece que Agapo es muy reflexivo.
Todo siguió en silencio. Nadie asintió ni negó
lo dicho. Estábamos en Montreal. Éramos estudiantes de francés. Yo sentía una
enorme cruz sobre mi espalda y prefería que me clavaran a ella de manos y pies
a seguir con la mentada actividad. Los ojos comenzaron a arderme y me tallé los
ojos. Andy ya no decía nada. La japonesa no decía nada. Nadie decía nada.
- Muy bien - presurosamente y sonrojada dijo mi
maestra - cambiemos de juego.
Y por fin mi respiración tomó su curso normal.
Cuando llegó la noche, como si ir al Tokyo Bar
no hubiera sido suficiente, Miguel, Yered, Julia y tu seguro servidor fuimos al
popular Momentos, un bar para latinos. Coincidentemente casi todos los alumnos
de mi Academia de francés estaban ahí, de modo que el ambiente pronto surgió.
Después de beber algunas cervezas, saludar
conocidos y visitar diferentes mesas, la música cambió considerablemente, se
apagaron algunas luces y nos pusimos todos a bailar. Hicimos un círculo algunos
conocidos y poco a poco otras personas desconocidas se fueron agregando. En un
instante se formaron parejas y yo quedé frente a una dominicana que me madrugó
con los movimientos, pues en menos de dos segundos estaba enroscada en mi
cuerpo, moviendose con toda sensualidad y yo temblando de terror, pues
encuentro la belleza en otro tipo de estética muy diferente.
Pegó aún más su cuerpo al mío, intentando
jalarme hacia abajo y después subir, como está de moda bailar. Pero si yo
bajaba, ya no subía más que con bastón, radiografías e instrumentos de
ortopedia, de modo que intenté moverme con ritmo, pero lejos de ser sexys mis
movimientos, fueron torpes y pasados de época. La dominicana posó sus brazos
alrededor de mi cuello y me acarició la nuca. Imaginé estar besando esa boca
tan espantosamente roja y me vi invadido por el terror. Quería huir, pero estaba
atrapado. Yo era un huevo de avestruz y ella una boa hambrienta. Ella seguía
bajando con sus movimientos, un poco desesperada por mi rigidez. Era tan difícil
mantener el equilibrio con tanto sube y baja y con aquella boca tan cercana a
la mía. Entonces sonreí: la tomé con decisión de la cintura y, como si yo fuera
un miembro más del bolshoi, artísticamente la hice dar vuelta sobre su eje. Fue
un paso de baile moderno, lleno de belleza y arte y aún no sé cómo me salió.
Pero lo mejor fue que con la inercia de la voltereta fue a dar a los brazos de
Yered que con toda astucia se puso a bailar como ella buscaba.
Yo me sentí liberado y tal como ocurrió por la
mañana en el parque, respiré de nuevo.
Abandoné la pista y me dirigí a la barra. Al
fondo de la misma, con seria atención y hasta con emoción, vi dos playeras de
mi equipo, el Santos Laguna. Junté las cejas y pensé con toda claridad:
- ¡Ah chingao!
Tomé mi cerveza y caminé hacia ellos. Conforme
la distancia se acortó, confirmé que efectivamente las playeras se trataban de
el equipo de mi ciudad, cosa que se me hizo de lo más extraño. Entablé
conversación con ellos. No nos conocíamos de ningún lado, pero los tres éramos
de Torreón y se nos hizo muy raro coincidir en un bar de Montreal. Eso lo
comentamos muchas veces. Les platiqué que en la Laguna yo salía en la
televisión y que mi programa era precisamente de futbol, pero ni aún así les
fui conocido. De hecho me preguntaron que si acaso yo era uno, que sé es mi
competencia, pero les aclaré que no, que él no era yo. Que yo era el otro, el
que salía en el otro canal, pero siguieron negando con la cabeza.
De madrugada salí del bar solo con una idea para
mi siguiente novela: el escritor que no tenía cualidades y que por nadie era
recordado.
Comenzó a llover con cierta fuerza, pero no
aceleré el paso ni intenté resguardarme, continué en lo mío, continué
caminando.
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