Cartas en Montreal XX
QUE
TRATA DE CUANDO UNA MUJER CONFUNDE EL DEDO ANULAR DERECHO DE AGAPO BUENDÍA CON
UN CIGARRO Y LO MUERDE.
Las clases de
francés de alguna siniestra manera me han remontado a mi más lejana infancia.
Eso de aprender desde los colores, las letras, los números y las frutas, con
una maestra tan bonita y maternal como la nuestra, me provoca, dirían los
psicólogos modernos, transferencias y confusiones. No soy un mal estudiante,
pero constantemente me están llamando la atención, más por inquieto y rebelde,
actitudes que ya se me habían quitado en la Universidad (¿sí?) pero la culpa la
tienen mis papás por meterme al Montessori.
Sucede que
discutí con mi maestra por su falta de criterio pedagógico, pues segundos
después de enseñarnos los verbos en pasado (que son terriblemente confusos)
continuó la clase encargándonos hacer una serie de ejercicios, ya ajenos a los
verbos, que sé a la postre nos confundirían más, pues acabábamos de medio
aprender el pasado de los mentados verbos. Le hice saber mi opinión, le sugerí
que mejor hicieramos una actividad en donde utilizaramos los verbos en pasado
recién aprendidos, para más o menos saber aplicarlos, pero ella se me queda
viendo, un poco inclinada hacia abajo, con actitud condescendiente, como si yo
le estuviera diciendo que acabo de derramar la leche o que me acabo de hacer
popó. Ella sonríe, sin pestañear y sólo contesta:
- Ooooh,
Agapooou!
Siguió dando
indicaciones del nuevo ejercicio sin importarle mi postura, de modo que cerré
el cuaderno, apunté mi silla hacia la ventana y perdí mi vista en ella. Soy muy
malo para recibir órdenes, pero soy pésimo para recibir indicaciones absurdas.
Simplemente me niego a ejecutarlas. Apreté mis mandíbulas, junté mis cejas (que
de por sí ya es una misma) y con el gesto hice mi berrinche. La clase continuó,
mis compañeros se pusieron a trabajar en su/nuestra tarea y cuando minutos
después la maestra pasó por mi lugar y vio que no hice nada, sólo alcanzó a
decir:
- Ooooh,
Agapooou!
Sin embargo las
clases finalizaron más temprano que de costumbre porque teníamos todos los de
la Academia una actividad: iríamos al Tokyo Bar, como parte de la búsqueda de
la convivencia entre los nuevos y viejos estudiantes, así como de los
diferentes salones. De modo que allá íbamos, todos, en bola, unos doscientos
estudiantes caminando, tomando el metro, bajando, caminando más, como si
fueramos huelguistas.
Por fin
llegamos. El Tokyo Bar está en un tercer piso y funciona a manera de terraza.
La cerveza estaba al dos por uno y aprovechamos la promoción con envidiable
descuido. Pasaron dos horas en las que la conversación, la cebada, las risas y
ocurrencias eran el deleite de nosotros, nuevos adoradores de Dionisio. Tenía
tiempo viendo a lo lejos a Natalia, que también volteaba a verme con disimulo
pero se hacía la que no. Otra vez la veía y su carcajada era más estruendosa,
ponía especial atención a su interlocutor y se acariciaba un mechón de su pelo
largo. Yo no sabía si llegar a saludar o no, pues tenía mucho sin hablarle y no
sabría su reacción. Después de que estuvimos juntos, falté a clases (aquella tarde
de nostalgia en el puerto) y luego me fui a mi excursión por Ontario (Toronto y
Niágara), yo, el muy cobarde. La extrañaba pero no sabía qué decir.
En una de esas que
la valentía llega sin avisar me acerqué al grupo en donde se encontraba
Natalia, pues también vi otros conocidos y la excusa era perfecta. Yo llevaba
dos botellas de cerveza en una mano, pues la generosa promoción de dos por uno
seguía embelleciendo nuestras vidas. Una botella la llevaba a la mitad y la
otra casi la había terminado. A veces le tomaba a una y a veces a otra, así lo
había decidido.
-
Nat- dije con familiaridad.
-
Agapo- contestó en el mismo
tono.
-
¿Pues en dónde te has metido?-
pregunté como si fuera ella la que se ha estado escondiendo.
-
¡Pues tú! Que te desapareces.-
dijo con toda veracidad.
-
¡¿Yooo?!- Ay, hombres…
-
Desde que te robé tu boxer, no
he sabido nada de ti.
-
Lo sé, sucede que fui a
Toronto, era un viaje que ya tenía planeado con mis amigos de la casa – comencé
a platicar.
Cuando la
conversación apenas arrancaba con deliciosa familiaridad, se me ocurrió tomar
de uno de los picos de mis dos botellas. Una parte de mí sabía que al empinar
una botella, la otra, al estar en la misma mano y no encontrar boca que tome su
líquido, se derramaría. Lo sabía, pero estaba más concentrado en la
conversación y en interpretar bien la inesperada amabilidad de Natalia y seguí
hablando y la inercia de mi brazo hacia mi boca: empiné las botellas y tomé de
una. Sentí el líquido de la otra caer en mi pecho, estómago y pierna derecha.
Mi maestra gritó:
-
Oooooh, Agapooou!
Inmediatamente
el grupo se deshizo tras el sapicadero, cada uno brincando hacia atrás. Fue una
extraña acción porque en el momento de levantar mi brazo, mientras hablaba, sabía
que me iba a mojar con la cerveza. Y no lo hice parranderamente con el objetivo
de derramarla por doquier. No. Yo no quería mojarme, pero desconozco el por qué
no hice nada por impedirlo. Lo hice, me mojé, Natalia mejor se fue y mi maestra
al ver el espectáculo, gritó:
-
Ooooh, Agapooou!
Pero no me fui
huyendo al baño a secar mi caos sino que con toda dignidad me fui directo a la
barra a pedir otras dos cervezas, pues soy lagunero y soy bravo. No me iba a
acobardar en medio de múltiples estudiantes de todo el mundo, de modo que
decidí ponerme a bailar, si me permiten llamarlo así, con mis dos botellas en
mano. Una colombiana que ya había visto en la Academia, llegó junto a mi y se
pegó a mi cuerpo, comenzando a moverse con movimientos muy sensuales. Subía y
bajaba y yo no sabía qué hacer.
- ¿Por qué no
te bajas? ¿Que no quieres bailar?- preguntó
- Sí, pero así
no sé.- contesté.
- ¡¿Cómo no
sabes?!
No contesté.
- Eres
mexicano, ¿verdad?
- Sí.
- Y te llamas
Agapo.
- Sí.
- Y eres el
novio de Natalia.
- No.
- ¿No?
- Pues no.
- Pensé que sí-
agregó.
Tampoco contesté.
- ¡Anda, bailemos!
- No me sé
bajar así, ni moverme como tú, sería muy torpe haciéndolo.
- Yo te enseño.
¿Por qué estás mojado?
- Por platicar
con Natalia.
- No entiendo.
- Ni yo, estabamos
hablando y se fue sin despedir.
- ¿A dónde?
¿Pero por qué estás mojado? ¿Es cerveza?
- Oui (sí, en
francés).
- ¡Ah! ¿Estudias
francés?
- Oui.
- ¿Quieres un
tequila?
- No, gracias.
- ¿No?
- Noup.
- ¿Por qué?
- No me gusta
el tequila.
- ¿Y eres
mexicano?
- Oui.
- ¿Eres
mexicano y no bailas así, y no te gusta el tequila? ¿Pues qué clase de mexicano
eres?
- Soy mexicano
niño Montessori.
- No entiendo. –
dijo ya cansada.
- Espera aquí,
debo ir al baño.
Cuando volví la
colombiana ya bailaba con otro. Hice bien en no aceptar, la linea entre bailar
de ese modo y tener un encuentro sexual público es muy delgada y yo estoy muy
menso para casi todo. Seguí paseando,
alegre, risueño, platicador, mientras la tarde se consumía. Natalia y yo nos
íbamos persiguiendo, pero realmente no logramos empatar y reanudar nuestra
conversación. Me cuentan que no paré de hablar y que lo hice en los tres
idiomas sin orden alguno: preguntaba en ingés, respondía en frances, opinaba en
español, sin fijarme a quién le estaba hablando o quién sí y quién no entendía
tal o cuál idioma.
Al final llegó Natalia
a pedirme un cigarro. Por fin. La extrañaba, necesitaba que ella tomara la
iniciativa y ahora me pedía de fumar, la vieja excusa que ha funcionado más de
500 años. Lo ofrecí uno. Luego le acerqué fuego con mi brazo extendido y los
dedos abiertos, pero algo hizo que el cigarro casi se le cae de la boca e hizo
un moviento parecido a un mordisco para equilibrarlo. Natalia logró sostenerlo,
pero también mi dedo anular derecho quedó atrapado en sus labios, y yo solté un
grito de dolor risueño, escena que creo vio mi maestra porque la oí gritar:
- Oooooh
Agapooou!
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