lunes, 20 de mayo de 2013

Carta 17



Cartas en Montreal XVII

QUE TRATA DE CUANDO AGAPO BUENDÍA REGRESA A TORONTO, CIUDAD EN QUE VIVIÓ, DONDE ENCUENTRA UN LUGAR ATESTADO DE FANTASMAS.


Fue a las cinco de la mañana cuando sonó el despertador y a las siete cuando el camión arrancó rumbo al Estado de Ontario. Íbamos Miguel de Manzanillo, Julio de Guatemala y este amable y siempre meditabundo servidor.

Muy pronto llegamos a Mil Islas, un lugar que ya había visitado antes y que reviví con mucho placer: Es un extensísimo lago compuesto de tantas pequeñas islas que el lugar ha adoptado ese nombre: Mil Islas. En verdad las islas son 1865, la mayoría adopta una casa de campo e incluso en una de ellas hay un magnifico castillo. Fue un placer gélido y visual.

Mi estancia en el año 2000 en Toronto fue tan intensa, me acostumbré tanto a esta mi  segunda ciudad, fui tan perfectamente un habitante torontino, que en su momento me costó mucho adaptarme de nuevo a la Laguna. Casi cada noche soñaba con las calles, restaurantes, metro y lugares que frecuentaba en la ciudad de los beisboleros Azulejos. Llamaba seguido a mis amigos y familia adoptiva que dejé allá y ciertamente jamás pensé en volver a Canadá. Al menos no a vivir, como ahora hago. Desde que supe que viviría en Montreal, supe que en cualquier momento volvería a Toronto. Era cuestión de instalarme bien para comenzar a viajar por los arededores de Ontario y Quebec.

Sabía muy bien que si la vida me permitía alguna vez volver a Toronto, indiscutiblemente realizaría cuatro cosas con suma prioridad:

1) Regresar a aquella mi casa para visitar a mi antigua familia, los Salemmi, musulmanes, inmigrantes de Pakistán, que me adoptaron (es un decir, les estuve pagando hospedaje como ahora hago con Mr Jean) durante un año y de quien no tengo noticia alguna desde hace dos.

2) Comer nuevamente Falafél, la comida libanesa que tanto adoré, tanto me gustaba y a la que me volví adicto.

3) Comer ésos Hot Dogs que se ponen afuera del Parlamento de Toronto, uno de los alimentos más sabrosos, con sus tocinos en cuadritos y su salchicha alemana jugosa, uno de los grandes manjares que he probado en mi vida.

4) Revivir los momentos y detalles de mi vida en Toronto en medida de lo posible.

Conforme íbamos entrando a la ciudad por el freeway, sentía una indescriptible emoción interna que se intensificó al ver desde lo lejos la enorme torre de Toronto rodeada por sus rascacielos. Poco a poco nos acercamos al corazón de la ciudad y fue una grata bienvenida la que me dieron sus principales calles, tan viejas conocidas mías, en donde tanto vagabundee.

Hablé con Miguél y Julio, les dije que ya me conocían, que me disculparan, pero que tenía misiones individuales, valiosas, internas qué cumplir. Que me separaba de ellos y que los veía a la hora de cenar en el restaurante chino que ya habíamos acordado.

Así fue. Ya me estiman, saben que necesito de mi soledad y que requiero de vencer mis propios demonios. No hubo problema ni reproche alguno.

Lo primero que hice, por la ubicación en donde nos dejó el camión, fue entrar al Eaton Centre, el gran Mall de Toronto, y de inmediato apareció el primer gran recuerdo: cuando vi el McDonalds, Inma se teletransportó frente a mi como un holograma, ahí estaba en mi mente, con su eterno helado con caramelo derretido. Su favorito. Inma, la española de Islas Canarias y la gran protagonista de mis Cartas Torontinas. En ese McDonlads, donde  tantos momentos pasamos, tanto hablamos sobre el origen del universo, filosofamos sobre Dios y la vida y en donde me sentí conquistado por su piel de chocolate, su sensual acento mediterráneo y sus ojos verdes de gitana.

Seguí caminando dentro del mall rumbo a mi cine. Fue ahí en donde me llevé mi primera decepción (fueron tres), pero para mi terrible sorpresa, ya no existen. Cerrados. Vacíos. Abandonados. Ahora era un local sin nada. Ahí, en donde una de mis primeras noches vi Magnolia y al terminar la función era tanta mi emoción por lo que acababa de ver, que encontré un teléfono público que estaba dentro del cine y telefoneé con toda excitación a mi padre para contarle. Y recuerdo que fue una llamada muy emotiva porque era la primera vez que estaba tan lejos de casa, por tanto tiempo y dijimos tantas cosas. Ahí en donde vi junto con Inma, el estreno de la nueva película de Jim Carrey y pasamos la noche riéndonos en el transcurso de la película, porque los demás espectadores se reían y nosotros no sabíamos por qué estábamos riendo, pues apenas estábamos estudiando inglés y éramos principiantes, pero no importaba. Nos sentíamos muy felices. Ahí, en donde vi montones de películas solo y me entusiasmé, recordé, lloré de tristeza, de ira y de risa. Ese lugar no existe más, sólo tiene vida en mis Cartas y en mi memoria y quizá en la de Inma.

Nostálgico, dejé el Mall para caminar por Yonge St. rumbo a mi antigua casa. No avisé que iría, pues tiene mucho que el teléfono dejó de funcionar, pero no importaba, sabía sus horarios, sus hobbies, sus rutinas y era el momento perfecto para darles la sorpresa. El hijo pródigo había regresado.

Yo no lo sabía y fue impresionante el darme cuenta que la ciudad de Toronto está plagada de Bukowski. Todo huele a él. En aquel tiempo, yo estaba absorto en sus libros, era lo único que leía y lo hacía casi todo el día: sus novelas, sus relatos, sus poemas, su correspondencia publicada. Fue tanta su influencia en mi, que me llevó incluso a imitar un poco su comportamiento irreverente ante la gente, su desidia, su arrogancia, pero sobretodo su forma de escribir. Es algo que no me ha pasado con ningún otro escritor ni en ninguna otra ciudad. El simple hecho de estar en Toronto me hizo sentir densamente la influencia Bukowskiana, en donde cada espacio de las calles me recordaba su imagen, algún relato suyo y me inspiraba algo grotesco y atrevido para escribir, como yo hacía en aquél entonces como aprendiz.

Mi segunda decepción: El Falafel ya no existe. Tampoco. La deliciosa comida del Líbano también se esfumó de la Younge St. Esperé dos antojados años para volver a comerlos y no, se han ido.

Metros más adelante, aún sobre Younge St, me encontré con una tienda de posters que no me acordaba que existía y que, no obstante, pasaba horas dentro. El cuarto de mi casa en Torreón está tapizado con los posters adquiridos en esa tienda: de Naranja Mecánica, de Pink Floyd y su excelso The Wall, el poster de Episodio I que es maravilloso y algúnos otros de películas clásicas. Entré, e inmediatamente me sentí como un fantasma. Era como si lo estuviera soñando. Porque efectivamente yo había soñado con esa tienda y mi estado onírico era sumamente real. Hasta me confundí. Todo estaba igual, los posters y curiosidades en su lugar de siempre, la gente hacía cosas y nadie me volteaba a ver. Nadie me saludaba ni sabía que había vuelto después de dos años de ausencia. Repasé con la mirada los posters: ese momento era idéntico a cualquiera de los que viví anteriormente, con la diferencia de que ahora todo eso me era ajeno.

Fue una fuerte impresión que llegó a convertirse en pánico cuando di la vuelta en Carlton St. la calle donde se encuentra mi antiguo colegio y que caminaba de 4 a 6 veces diarias. Increíblemente todo seguía en su lugar: los mismos árboles, las mismas bolsas de basura, las mismas hormigas. Era una imagen que yo recordaba en mis sueños y que ahora se manifestaba sólidamente ante mi. Me encontraba en carne propia dentro de un recuerdo. Caminé y pasé por la familiar frutería. Después, El Harveys, en donde todas las mañanas desayunaba dos huevos estrellados con tocino y una rebanada de tomate. Entré de inmediato lleno de gusto. Me vi desayunando en casi todas las mesas. Casi veía mi imagen. Desayunaba y leía, tantas mañanas.

Salí del restaurante y apareció la puerta del edificio de mi antiguo colegio. Estaba cerrado y no entré. Enseguida, la tienda de donas, donde Inma y yo nos conocimos. Como está apenas a un lado del colegio, los estudiantes íbamos por nuestra dona y café en el descanso, actividad que me permitió conocer su bellísima voz, su piel morena y sus ojos aceituna.

Fue muy curioso encontrarme con los teléfonos públicos. Al momento de verlos, recordaba a quién le había hablado de ahí, aproximadamente en qué fecha y de qué habíamos hablado. Apareció uno y con él una llamada con mi madre. Fue una noche y casi recuerdo todas sus palabras.

Después, el banco en donde cambiaba mis cheques de viajero. Todo en su mismo lugar. Llegó el momento de cruzar el parque y fue ahí en donde me invadió una nostalgia muy aguda: Bukowski apareció de nuevo con tanta fuerza que sentí pavor. Casi lo sentía respirar, pues en ese parque era en donde me sentaba a leerlo tardes enteras. Mi mente trabajaba a marchas forzadas. Finalmente logré cruzar. Me encontraba a dos cuadras de mi casa y yo caminaba entre asustado, emocionado, triste, feliz, pensativo y expresivo. Tenía 20 años y tenía 22 y a veces era un ángel y en otras un sufrido mortal.

Me paré frente a mi hogar. ¡Hola papás! ¡Hola Nilgún, hola Irfán! ¿Nadie? ¿Nadie? La fachada despintada, el pasto con hierba mala, tan crecido. Sucio aquí y allá. Me acercé con cuidado a la puerta, toqué con inseguridad. Nada. Asomé a la ventana sin cortina y encontré vacío. Era tan visible que la casa estaba abandonada y no obstante volví a tocar. Esperé. ¿Por qué no me abrían? ¿Qué pasaba? Toqué de nuevo. Me asomé por las ventanas y mi casa estaba sin muebles, sucia, descuidada, tan sola. ¿Habría algún recado para mi? Mi cuarto, en el segundo piso, ¿seguiría tal cual lo dejé? Sentí inseguridad. Después terror. Nadie estaba ahí para recibirme. Nadie me esperaba. ¡Nadie se contentaba con mi regreso! La casa casi en ruinas me provocó una soledad asfixiante. No pude seguir ahí. Di algunos pasos atrás y la vi de nuevo, como reclámandole. Yo quería entrar, que Nilgún me abrazara y me dijera baby como tan cariñosa y maternalmente me decía. Que Irfán me ofreciera un apretón de manos y se sintiera orgulloso de mi. Que su pequeño Hassan, ya más grande, me reconociera y se sentara junto a mi. Que me prepararan de cenar y que comieramos pastel. Que recordaramos viejos momentos y malos ententendidos entre risas y añoranzas. Yo entraría a mi antiguo cuarto, me tumbaría en la cama, cerraría los ojos, me estiraría y me sentiría como en casa. Porque estaba en casa.  

Pero ése calor ya no existía. Eran recuerdos en ruinas. Decidí marcharme, era doloroso. Meditabundo, confuso y triste, caminé otra vez. Tomé el tranvía para dirigirme a la Universidad de Toronto, en donde entraba clandestinamente al salón de las computadoras. Yo tenía 20 años y parecía (era) estudiante, aunque yo de un colegio particular más bien gachón que no tenía centros de cómputo y la Universidad contaba con cientos de monitores disponibles y veloces para ser usados. Me hacía pasar por estudiante caminando con seguridad y haciendo parecer que sabía perfectamente lo que hacía. En aquel lugar escribí mis polémicas Cartas Torontinas que provocaron tantas cosas. Más malas que buenas.

Fuera de la Universidad, en un pasillo, cuando le compartí mi secreto clandestino a Inma del uso de computadoras gratis, conocí su versión más hermosa y fue cuando mencioné:

- Así es como te quiero recordar siempre. Con tu pelo ondeando, con esa sonrisa. Morena y verde a la vez. Cuando te recuerde en el futuro, te recordaré así, exactamente como estás en este momento.

- Vale - recuerdo que contestó con su tono castellano.

Hasta la fecha he cumplido.

Tras dejar la Universidad, tomé el fabuloso metro de la ciudad. Es muy elegante y limpio, como ninguno en el mundo. Innumerables memorias también. Finalmente llegué a Chinatown. Miguel y Julio nunca aparecieron y me sentí un poco desesperado. Pero opté por ir caminando al Parlamento, que no está muy lejos y, ahora sí, comer el dichoso hot dog que, creeme, es lo más delicioso que he probado en mi raquítica vida. De las cosas que contanto entusiasmo quería hacer, fue lo único que logré. El hot dog. ¡Pero qué hot dog!

Con la pancita llena y el corazón descontento, regresé al Chinatown. Miguel y Julio ya me esperaban y ciertamente ellos habían también cenado en otro lugar. Los muy méndigos. Buscamos un buen bar y nos contamos nuestro día, ellos más bien turistearon.

Ya en el hotel, abrí la ventana de nuestro cuarto. Toronto de noche. Mi segunda ciudad. Llena de fantasmas. De pasado. De recuerdos y memorias. Llena de Inma. Llena de Bukowski. Impresionantemente llena de Inma y de Bukowski. Nilgún, Irfan, Hassan… ¿en dónde estarán? ¿Vivirán aquí o regresaron a su tierra? ¿Se acordarán alguna vez de mi? ¿Quién, en esta inmesa ciudad, sabe que estoy aquí? Qué regresé. ¿Alguien se imagina que me siento como me siento?

Toronto y sus calles y sus tiendas y sus transportes públicos, todo tan mío y tan ajeno.

Bien dicen que no regreses al lugar en el que fuiste feliz.

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