Cartas en Montreal XXVI
QUE
TRATA DEL EXITOSO TÉRMINO DEL PRIMER CURSO DE FRANCÉS; QUE TRATA TAMBIÉN DE LA
CULMINACIÓN DE UNA BÚSQUEDA QUE DURÓ TRES AÑOS DE UN DVD QUE FINALMENTE TIENE
DUEÑO. Y DE CÓMO AGAPO BUENDÍA, SIN SER NADA PRESUNTUOSO, SE IDENTIFICA CON EL
PERSONAJE DE LEONARDO DI CAPRIO EN TITANIC.
Se han cumplido
dos meses desde que llegué a Montreal y mi primer curso de francés ha culminado
con éxito. Sin pretender ser perfeccionista, en cuestiones académicas siempre
he aspirado ha ser primer lugar, aunque nunca lo he conseguido (quizá en kinder
en Plastilina y Creatividad 2). Sin embargo ése afán me llevó a ser un
destacado estudiante. Esta vez mi 91 final no alcanzó para vencer el 97 de Andy,
quien se adjudicó la mejor nota del salón. Claro, él había estudiado francés
antes y yo comencé mi primer día de clases sin decir ni siquiera
"oui". Claro, también excusas hay muchas.
Pero estoy
contento de haber terminado bien este primer curso y muy satisfecho de mi
examen final, que consistió en una exposición oral en la cual teníamos que en
hablar en francés por cinco minutos acerca de nuestro país de origen. Yo me
extendí y lo hice en diez. Les hablé de los tan diversos territorios mexicanos
y sus herencias arqueológicas, sin olvidar la historia de la fundación de
México por los indígenas. Me llovieron las preguntas. Mis compañeros, en
especial las risueñas japonecitas, se mostraron muy interesados por nuestros
antepasados y se maravillaron cuando expliqué el simbolismo del águila
devorando la serpiente.
En ese sentido,
Andy, que es de Dallas, se vio muy pobre. Solamente habló de lo que se hace en Texas
en los tiempos libres y nadie acabó por entender qué es un vaquero.
En fin, que el
curso terminó y el lunes comenzaremos el nivel dos. Únicamente Andy (Pandy,
never forget), una de las risueñas japonesas, llamada Nao y el buenazo de Agapo
Buendía, pasamos. Los demás se quedan, por burros.
Para festejar
mi buena calificación, me dirigí a la calle Santa Catarina (o Rue Saint
Catharine) a visitar tiendas de música y películas y ver si de casualidad
encuentro el musical Godspell en DVD. Siempre que viajo me tomo un día para
emprender su búsqueda que ha sido poco existosa. Ni en Toronto, ni en el Corte
Inglés en España, ni en las mejores tiendas de Londres la encontré. Simplemente
no hay vestigios. La tienen registrada en algunos lugares pero, siempre dicen,
no hay existencias. Ya acostumbrado a la misma respuesta, seguí caminando entre
tienda y tienda. Sabiendo que no la encontraría, recompensé mi buena calificación
con el DVD de Yellow Submarine de los Beatles. Muy Bien. Eso estaba muy bien.
Estaba contento. Tampoco se consigue tan fácil y yo soy mega fan.
Cuando fui a
tomar el metro para regresar a casa, vi en un pequeño rincón de la estación una
tienda de música. Entré a pesar de que el tren estaba por llegar. Busqué el
título, sólo por no dejar de hacerlo, más por inercia que por convicción, con
calma, con indiferencia, con cansancio, con…¡Oh Maravilla! ¡Oh Milagro! ¡Oh
aparición celestial! ¡Ahí estaba! ¡Godspell! ¡En DVD! ¡Por fin, por fin, por
fin!
La tomé en mis
manos, la besé, la abracé hacia mi. Ahí estaba, Godspell, la había buscado por
todo el mundo y la encontraba en una tienda poco conocida en un rincón del
metro. Godspell: con su Jesús en la portada, vistiendo una playera de Supermán
y Nueva York de fondo. De pronto me preocupé. Acababa de comprar Yellow
Submarine, lo que implicaba que muy probablemente no me alcanzara el dinero.
¡Sería muy tonto! ¡Eso no podía pasar! ¡El destino sería muy cruel conmigo! ¡Mi
única salida sería el suicidio! Por fortuna, me quedaban dólares canadienses y
con la ayuda de algunas moneditas sueltas, logré completarlo. ¡Y era mío! ¡Mío!
¡Míiiio!
¡Jua jua jua
jua jua!
¡Eeeeo eeeeeeo
eeeeeo eh!
¡Ñaca ñaca ñaca
ñaca!
¡Muuuú…! (Ah,
no, eso es una vaca. Olvídenlo)
Ya en casa, le
dije a mis amigos mi nueva situación económica:
- Me he hecho
de dos tesoros invaluables, dos películas, de modo que no tengo dinero para
salir con ustedes. Ya ni cerveza me alcanzo.
Me había resignado
a quedarme en casa. Viernes por la noche. Aún faltaban cuatro días para recibir
mi siguiente depósito de Torreón, pero tenía demasiado material para
divertirme, además de todos mis pendientes caseros por hacer. Sin embargo,
Miguel y Julia me convencieron de que los acompañara a un bar de moda en las
afueras de Montreal. Muy lejos, quesque un Bar VIP. Miguel había conseguido un
carro y no tendríamos que tomar ni el camión ni el metro.
Acepté por la
misma razón por la que a veces uno acepta cosas: sabrá Dios por qué. Manejamos
(bueno, Miguel) un muy buen rato hasta llegar al dichoso lugar. Un bar. VIP. Mujeres
y música. Entramos muy rápido y sin tomar mesa nos pusimos a bailar. Teníamos
que festejar mi 91 y mis dos nuevos tesoros. Miguel, como una imagen enviada
del cielo, me compró una cerveza Corona (que es carísima aquí) y me la llevó a
la pista. Poco después, como un gran sueño, Julia me compró otra. Y es que la
Corona es todo un lujo por estos lugares. Mis amigos no mexicanos no nos creen
que en nuestro país compramos en una sola tarde veinte de ellas fácilmente, y
eso en lo que se acaban, porque luego volvemos a comprar más. Beber Corona en
Canadá, es sinónimo de abundancia y posición económica.
- Me he quedado
pobre - pensé- y aquí estoy en un bar VIP bebiendo dos coronas y bailando. Todo
gratis.
En el instante
recordé a Jack, el personaje de Leonardo Di Caprio en Titanic, cuando dice:
- Ayer dormía
bajo un puente y hoy ceno de lujo en el barco más grande del mundo (Bueno, algo
por el estilo dijo. Palabras más, palabras menos. Pero la idea es esa).
Lamentablemente
lo recordaría otra vez, pero ahora en las últimas escenas de la película,
cuando sucede la desgracia. Resulta que Miguel y Julia decidieron conocer otro
Bar que estaba cerca, aunque no tanto para no ir en carro y me dijeron que era
hora de partir. ¿En qué momento decidí que no, que yo prefería quedarme? Es un
misterio. ¿A qué hora este nuevo bar se convirtió en mi favorito, por qué
decidí no irme con mis amigos a continuar la noche y en qué me basé para
suponer que estaría bien sin ellos y que la seguiría pasando bien? Simplemente
no puedo responderlo. Miguel me dijo que entonces irían a conocer el otro bar y
cuando terminaran pasarían por mi, que estuviera al pendiente.
Es cierto que
me gusta bailar, pero tampoco es para tanto. Pasó una hora y media desde que se
fueron y de pronto me sentí muy cansado. Me fui a sentar. No tenía dinero, no
podía beber más y mi siguiente pensamiento me llenó de terror: estaba aburrido
y ya me quería ir. Eran las once cuarenta y cinco de la noche y yo ya quería
estar en mi cuarto. Te adelanto que Miguel me recogió a las 2 de la mañana.
Quizá diez minutos más tarde.
Sería inútil
escribir todo lo que pensé, recordé, sentí, reflexioné e inventé en casi tres
horas de espera. Pero te puedo decir que esperar, con deseos de irte, en un
lugar en el que ya no quieres estar y, lo que es peor, sin ninguna opción para volver
por ti mismo (el transporte público no llegaba hasta allá, de todos modos yo no
tenía dinero para tomarlo, ya no se diga un taxi, que aquí son exageradamente
caros) es terriblemente eterno. Sentado ahí, tres horas. Viendo y pensando. Fue
algo soso, aburrido, lento, tonto, vacío, estúpido, incoherente, inmoral,
molesto, dantesco, kafkiano, sin sentido y perturbador.
Me preguntaba una
y otra vez el por qué, con la mano en la cintura, había decidido quedarme. ¿Qué
me pasaba con mi toma de decisiones? ¿A quién se le ocurría? Si ya conozco mis
cambios repentinos de humor, por qué me seguía exponiendo a estas situaciones.
Por qué, además, teniendo en casa dos rarezas del cine que he buscado tanto en
los últimos años, por qué están sin abrir ni verse. Y yo acá, inútil e inmóvil.
Dejando morir con descaro y descuido mi valorado tiempo.
Fue ahí cuando
recordé nuevamente al Jack de Di Caprio. Sí, a los dos el destino nos regalaba
cosas: a él, la travesía en el barco más lujoso y grande del mundo siendo
pobre. A mi, dos deliciosas y deseadas cervezas Coronas, sin tener una sola
moneda en el pantalón. Pero también nos iba a cobrar la vida misma los supuestos
regalos. Nada es gratis. De una u otra forma el destino se encarga de
cobrártelo: a él, la muerte. A mi, el encierro. La espera. El silencio. La
desesperación.
Llegó el carro.
Fue como ver un arca en medio del diluvio, siendo yo la única persona que
quedaba viva en la punta de la más alta montaña. Subí y me sentí rescatado.
Abracé a Julia, casi les pido perdón, pero realmente no me hicieron mucho caso,
de modo que me recosté en el asiento de atrás y observé por la ventana del auto
la lluvia, que comenzó a caer.
Ojalá conociera
a alguien como Kate Winslet, pensé.
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