sábado, 1 de junio de 2013

Carta 24


Cartas en Montreal XXIV


QUE TRATA DE LOS PERCANCES QUE TIENE AGAPO BUENDÍA DENTRO DE LA CASA DEL BIG JEAN, EN ESPECIAL CON EL NUEVO INTEGRANTE DE LA CASA.


Escribir con privacidad es más difícil de lo que crees. Alguna vez dije esto en mis Cartas Torontinas, en las Cartas en Europa 2001 y ahora lo confirmo nuevamente en Montreal. La gente, te conozca o no (pero sobretodo y por mucho si te conoce) siente curiosidad cuando alguien se pone a escribir y se percata de que lo escrito proviene del cerebro directamente, es decir, que no es tarea, cuentas, o hago por el estilo.

Por ejemplo, ahora que comienzo a escribirte en esta mesa del Tim Hortons que ya me estoy adueñando (pues queda en un rincón que da hacia la ventana en donde se ve maravillosamente el puerto de Montreal), tres señoras están tomando café en la mesa siguiente y miran de reojo mi cuaderno. He notado que callaron un momento para voltearme a ver, pero hice que si yo siguiera en lo mío. Sé que es curioso que un joven (aunque esto es relativo) se dedique a escribir un sábado por la tarde, solo, y con la velocidad con que lo hago. Entiendo su curiosidad, pero también ellas deberían entender que necesito hacerlo. Es una forma de locura. Y que es manifiesta. Aunque claro está que no busco que la gente me entienda para poder escribir. Siento el profundo deseo (a veces es incluso urgencia) y lo hago. De igual forma hay semanas que se pueden transformar en meses y que simplemente no sale nada. La necesidad/deseo de escribir son lo esencial para hacerlo bien. Con bien me refiero al mero hecho de hacerlo, no por eso quiero decir que lo escrito por mi tiene calidad. Eso viene a ser lo menos importante. Por lo tanto, y para evitar miradas incómodas, he abierto mi cuaderno de francés y lo he colocado a un lado de este otro cuaderno en donde te escribo, para aparentar que paso apuntes. Espero resulte.

Mientras me recuerdo en aquella mañana despertando a las cuatro a.m. cuando aún estaba oscuro. Mi cuello, en su parte izquierda, era una piedra. Me dolía su existencia. No pude dormir más por el intenso dolor. A las cinco de la mañana ya tomaba un baño de agua muy caliente para relajar el músculo del cuello, cosa que logré disminuir sin desaparecerlo. A las seis de la mañana había tendido mi cama, doblado y guardado mi ropa, desayunado y me encontraba viendo la televisión en mi cuarto, tratando de distraer mi mente.

Escuché a los señores de la casa levantándose y después haciendo el desayuno. Apagué la tele para que no supieran que estaba despierto. Han sido muy amables conmigo, jamás lo negaría, pero me cansa mucho responder con una fingida sonrisa a sus cuestiones. Reírme hipócritamente de cosas que no tienen tanto chiste y contestar preguntas, preguntas y preguntas acerca de cómo me va. Uno, dos, tres días lo soporto, pero ya tengo más de dos meses aquí y me siguen tratando como si acabara de llegar. Aprecio la amabilidad, pero respetar los espacios para un escritor, es clave. Es cierto, casi no los he visto. Quizá buscan una mayor convivencia o se sienten mal por ello y buscan compensarlo haciéndome ver que sí les importo y que sí están al pendiente, pero mejor cada quien lo suyo. Se van temprano por la mañana a trabajar y yo me salgo a las diez para no llegar sino hasta pasada la noche, cuando ellos ya duermen, por eso casi no han salido en estos escritos.

El caso es que con mi dolor de cuello, menos quería entablar conversación. Así que esperé acostado en mi cama a que terminaran el desayuno, lavaran y se fueran. Mientras escuché música en mi discman. En pocos minutos yo estaba durmiendo y soñando cosas tan extrañas, pero tan vívidas, que al despertar cerca de la una de la tarde me puse a escribirlos. Camino a la Academia, a la que iba tardísimo, seguí pensando en lo que acababa de soñar, pues me sentía un poco asustado por la realidad y crudeza del sueño, era como si todo aquello lo acabara de experimentar en vida.

Por la noche se los conté a Julia, uno por uno y actuándolos. Julia me ha caído del cielo. Sabe escuchar y tiene un algo que me tranquiliza. Su compañía me da seguridad y hasta paz. Estoy seguro funcionará nuestro proyecto de amistad.

Después de mi perorata onírica, se acercaron Miguel, Yered y Julio a nosotros para viborear al nuevo integrante de nuestra casa. Se llama César, viene de España, tiene 20 años, está pelón y usa lentes. Todo parece indicar que es un niño mimado y rebelde, pues lleva tres días aquí y no se le ha visto lavar un plato. Ha preguntado que en dónde están las mejores tiendas de ropa y muy apenas se ha dignado a convivir con nosotros. Me sorprende y mucho, por lo estricto que es, que Mr. Jean en vez de llamarle la atención por no lavar su plato, sea él mismo quien lave lo que deja César. Lo hace en silencio.

La noche anterior, absolutamente todos los habitantes de la casa y nuestras vecinas (Julia y Fernanda) fuimos al cine a ver K-19. Julia se manchó el pantalón de una especie de mayonesa con algo, pues seguro pidió un súper Hotdog. Terminó la función y sólo unos pocos nos dirigimos al carro, pues tantos éramos que no cupimos todos y los demás se regresaron en el metro y después en camión.

El carro lo manejaba Mr.Jean. Su inseparable Veder, el sirio, iba de copiloto, pues últimamente le ha dado una extraña papitis con Mr Jean. Atrás, César, Julia y yo. César tenía tapada la nariz con su mano derecha y cerrado un ojo con gesto repulsivo. De modo que Julia le preguntó:

- ¿Qué tan feo huele mi pantalón? (por la mancha de la mayonesa con algo).

- No - respondió - No es eso.

- ¿Entonces qué es? - pregunté con toda la normalidad, tranquilidad, pureza e inocencia que poseé mi alma y que ameritaba la trivial primera pregunta, pues ya había visto a César gesticular de modos muy extraños. Pero inesperadamente César se alteró, y aleteando sus manos, casi gritando, me contestó:

- ¡¿Bueno, y a ti qué te importa?! ¡¿Por qué te metes con mi intimidad?!

Quedé en silencio de cinco a diez segundos. Me tardé en asimilar una respuesta agresiva a tan tonta y simple pregunta.

- No, mega puñetas - respondí mirándolo fijamente, con desdén y vanidad, casi por encima del hombro – yo no sé quién seas y tu vida me tiene sin el menor cuidado. Por mi muérete.

- ¡Cuánto me alegro! – respondió.

En seguida un silencio del todo denso se apoderó de la camioneta. Claro que al estar hablando en español, Mr Jean y Veder estaban en la baba. Pero yo me mentalizaba en no soltar un trancazo porque las reglas son muy claras en la casa y todos sabemos que ya ha habido expulsados.

Julia, con naturaleza tan conciliadora, trató de terminar con el momento incómodo y apagar ese silencio, pero inocentemente se dirigió a él en vez de a mí, que lo que sea de cada quien, tengo colmillo para manejar situaciones tensas por mi experiencia en los medios. Pero ella qué iba a saber.

- ¿Que película viste ayer, César?

- Le Regne de Feu - respondió.

La respuesta, querido, amable y tan paciente lector es El Reino del Fuego, pero el muy mamón lo dijo en francés nada más porque la vio así, de modo que Julia no entendió.

- ¿Cómo dices?

- ¡Le Regne de Feu!

- No te entiendo.

Y César explotó en gritos

- ¡Pues te estoy respondiendo! ¡La Regne de Feu! ¡El Reino del Fuego! ¡Qué tiene de difícil 
entenderme! ¡Te estoy respondiendo!

Imaginarás, interesado lector, que mi caballerosa respuesta debió ser un aterrizado y merecido golpe en el patético rostro de César. Nadie debe hablar así a una mujer y menos a la buenaza de Julia. Pero no es tan fácil. Cuando vives en Canadá y estás de visita sin residencia, un problema de estos puede ocasionarte muchos y latosos problemas legales que terminen con tu explusión del país y a ver cuándo entras de nuevo. Aún así, las palabras no dañan físicamente y yo estaba a nada de insultar con los adjetivos más bajos al pelón maligno ése, pero Mr Jean dio un maligno frenón al carro, nos apuntó a los tres con una seriedad aterradora, y sentenció palabras en francés que ninguno entendimos pero que comprendimos a la perfección: o nos apaciguábamos o las consecuencias.

Ahora sí, el carro cayó en un profundo silencio. Sólo un pequeño silbido se escuchaba en mi nariz cuando respiraba, pero no me atrevía a moverme para remover el moco y solucionarlo, por el miedo que me daba Mr Jean.

Llegamos a la casa, César bajó del carro, se metió a la casa y encerró en su cuarto, el muy cobarde. Mr Jean y Veder hicieron lo propio. Julia y yo nos quedamos en el portal a esperar a nuestros hermanos, que no tardaron en llegar. Se los contamos todo. Se veía enseguida en sus rostros cómo iba creciendo la cólera y la inyección escarlata en las venas de sus ojos. Miguel quería buscar a César, pero él es el que menos puede exponerse, con trabajo e hija aquí. Giovanni y Julio también se prendieron y ya estaban tronando nudillos. Sin embargo comenzamos a bromear sobre el asunto y a inventar chistes en torno a César. La pasamos mejor así. Acompañé a Julia hasta la puerta de su casa y le dije que sentía el mal momento dentro del carro y que me apenaba no haberla defendido como es debido.

- Qué va – exclamó- vosotros los mexicanos todo quereís arreglarlo a golpes.

- Es un cabrón, realmente se merece un quién vive.

- No vale la pena, es un capullo. Pensá ya en otra cosa.

Nos despedimos con amabilidad y me fui caminando a mi otra casa, donde duermo, para finalizar tan gritona noche.

El suceso se convirtió en chisme. A la mañana siguiente los señores de mi casa ya sabían que la noche anterior nos queríamos comer vivo al español nuevo por andar de majadero. Y en el Big Jean no se habló de otra cosa en toda la mañana. Por la noche, a la hora de la comida, seis de la tarde como se toma el famoso dinner, yo calentaba mi porción de comida, cuando entró César y se detuvo en seco al verme solo.

- ¡¿Qué hay?! – preguntó alegre, hasta amistoso, con su estúpida sonrisa, como si nada hubiera pasado.

Lo miré directamente a los ojos para que no pensara que no lo había escuchado: uno, dos, tres segundos. Regresé mi mirada al sartén, moviendo mi comida con ojos soñadores. Pensé en silbar como Pedro Infante pero de último minuto se me hizo muy cliché. Él comprendió mi indiferencia y dejó la cocina.

Por la ventana de la cocina vi cómo cruzaba la calle con su mochila al hombro, a paso acelerado, mientras yo le daba vuelta al bistec.

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